Si desde hace semanas venimos presagiando un otoño caliente, con todas las alarmas en rojo, en estos días se ha confirmado las más grave y dañina de todas ellas, por el impacto social y el número de personas a las que afecta: la alarma del desempleo. Sin ir más lejos, en Montalbán se sufrió el pasado mes de agosto un incremento récord de personas paradas registradas, superior al 10 por ciento, lo que significa que en estos momentos hay 172 vecinos en el municipio que no tienen empleo.
No había que ser un iluminado experto en economía para discernir que las medidas de austeridad a cualquier precio emprendidas por el Gobierno español, junto a los recortes en derechos recogidos en esa reforma laboral que hace recaer los ajustes en la fuerza del trabajo, preservando al capital, acabarían por disparar el aumento del paro.
Si ninguna de esas medidas suponía un estímulo real a la creación de empleo, más bien al ahorro de sus costes, las empresas, lejos de contratar, han aprovechado para reducir plantillas y abaratar salarios, sin respetar convenios ni derechos adquiridos.
Buscan así, en virtud de unas leyes que reducen cuando no derriban considerablemente la protección laboral de los trabajadores, aminorar los costes del trabajo e incrementar el margen de beneficios, surtiendo el efecto contrario al anunciado: aumentar el número de desempleados.
Era la consecuencia que cualquiera, salvo los adalides de la política gubernamental, podía prever como inevitable de una reforma que dejaba a los trabajadores desamparados frente al poder entregado a los empresarios para modificar todas las condiciones laborales. Era de cajón.
Ya es conocido que el número de afiliados a la Seguridad Social –el indicador más exacto para determinar el tamaño de la población activa que realmente trabaja y cotiza-, ha caído en agosto al nivel más bajo de los últimos ocho años. Y que, al mismo tiempo, el número de parados ha vuelto a la senda ominosa del aumento, tras el paréntesis de las contrataciones temporales del verano, de las que sólo el 6 por ciento eran contratos indefinidos.
Ambas desviaciones provocan un incremento del gasto (en prestaciones por desempleo) y una disminución de los ingresos (por descenso de cotizantes) de tal magnitud que ha obligado al Gobierno a usar por primera vez las reservas de la Seguridad Social para pagar las pensiones.
A día de hoy, por cada pensionista hay 2,05 trabajadores cotizando: el nivel más bajo desde 1999, y con una pirámide poblacional inversa, que proyecta un aumento considerable del número de personas con derecho a jubilación. Una situación que hará cada vez más insostenible el sistema público de pensiones por la disminución del número de trabajadores cotizantes.
Sin embargo, las iniciativas que se adoptan inciden en la precariedad laboral, como los datos ponen al descubierto. Por cuestiones ideológicas en un Gobierno de derechas, que no oculta aprovechar la crisis para cercenar libertades e imponer su “moral” sobre la pluralidad social (retroceso en la ley del aborto, eliminación de la ley de Dependencia, desfiguración de la asignatura para la ciudadanía, etc.), se rechazan políticas que mitiguen, en pleno ciclo contractivo de la economía, los efectos sobre la producción, el empleo y los salarios.
Sin contrapartidas basadas en una apuesta decidida por el crecimiento mediante inversiones públicas que contrarresten la atonía de la iniciativa privada, la caída del consumo seguirá profundizando una recesión que paraliza la actividad económica.
Un desempleo en progresión creciente y la mengua del poder adquisitivo de los “afortunados” que aún disponen de trabajo difícilmente podrán reactivar un mercado que se sustenta en el consumo de bienes y servicios. Es decir, sin una política keynesiana que estimule el crecimiento, la recesión se mantendrá como una losa sobre España, mientras los dirigentes económicos nacionales confían en una bonanza en los países del entorno que arrastre también nuestra recuperación.
Maniatados a un neoliberalismo fundamentalista que conlleva el empobrecimiento impensable de la población –hasta el extremo de que, según Cáritas, el escenario de la pobreza en España es “más extensa, más intensa y más crónica que nunca”-, los conductores de la política económica se abandonan conformistas a una troika comunitaria que se apresta a proponer nuevas condiciones de “austeridad” para la concesión de un rescate total de nuestra economía, tantas veces negado, pero que ya nadie descarta. Con ellas la alarma del paro no dejará de sonar en largo tiempo. ¡Ojalá estemos equivoquemos!
No había que ser un iluminado experto en economía para discernir que las medidas de austeridad a cualquier precio emprendidas por el Gobierno español, junto a los recortes en derechos recogidos en esa reforma laboral que hace recaer los ajustes en la fuerza del trabajo, preservando al capital, acabarían por disparar el aumento del paro.
Si ninguna de esas medidas suponía un estímulo real a la creación de empleo, más bien al ahorro de sus costes, las empresas, lejos de contratar, han aprovechado para reducir plantillas y abaratar salarios, sin respetar convenios ni derechos adquiridos.
Buscan así, en virtud de unas leyes que reducen cuando no derriban considerablemente la protección laboral de los trabajadores, aminorar los costes del trabajo e incrementar el margen de beneficios, surtiendo el efecto contrario al anunciado: aumentar el número de desempleados.
Era la consecuencia que cualquiera, salvo los adalides de la política gubernamental, podía prever como inevitable de una reforma que dejaba a los trabajadores desamparados frente al poder entregado a los empresarios para modificar todas las condiciones laborales. Era de cajón.
Ya es conocido que el número de afiliados a la Seguridad Social –el indicador más exacto para determinar el tamaño de la población activa que realmente trabaja y cotiza-, ha caído en agosto al nivel más bajo de los últimos ocho años. Y que, al mismo tiempo, el número de parados ha vuelto a la senda ominosa del aumento, tras el paréntesis de las contrataciones temporales del verano, de las que sólo el 6 por ciento eran contratos indefinidos.
Ambas desviaciones provocan un incremento del gasto (en prestaciones por desempleo) y una disminución de los ingresos (por descenso de cotizantes) de tal magnitud que ha obligado al Gobierno a usar por primera vez las reservas de la Seguridad Social para pagar las pensiones.
A día de hoy, por cada pensionista hay 2,05 trabajadores cotizando: el nivel más bajo desde 1999, y con una pirámide poblacional inversa, que proyecta un aumento considerable del número de personas con derecho a jubilación. Una situación que hará cada vez más insostenible el sistema público de pensiones por la disminución del número de trabajadores cotizantes.
Sin embargo, las iniciativas que se adoptan inciden en la precariedad laboral, como los datos ponen al descubierto. Por cuestiones ideológicas en un Gobierno de derechas, que no oculta aprovechar la crisis para cercenar libertades e imponer su “moral” sobre la pluralidad social (retroceso en la ley del aborto, eliminación de la ley de Dependencia, desfiguración de la asignatura para la ciudadanía, etc.), se rechazan políticas que mitiguen, en pleno ciclo contractivo de la economía, los efectos sobre la producción, el empleo y los salarios.
Sin contrapartidas basadas en una apuesta decidida por el crecimiento mediante inversiones públicas que contrarresten la atonía de la iniciativa privada, la caída del consumo seguirá profundizando una recesión que paraliza la actividad económica.
Un desempleo en progresión creciente y la mengua del poder adquisitivo de los “afortunados” que aún disponen de trabajo difícilmente podrán reactivar un mercado que se sustenta en el consumo de bienes y servicios. Es decir, sin una política keynesiana que estimule el crecimiento, la recesión se mantendrá como una losa sobre España, mientras los dirigentes económicos nacionales confían en una bonanza en los países del entorno que arrastre también nuestra recuperación.
Maniatados a un neoliberalismo fundamentalista que conlleva el empobrecimiento impensable de la población –hasta el extremo de que, según Cáritas, el escenario de la pobreza en España es “más extensa, más intensa y más crónica que nunca”-, los conductores de la política económica se abandonan conformistas a una troika comunitaria que se apresta a proponer nuevas condiciones de “austeridad” para la concesión de un rescate total de nuestra economía, tantas veces negado, pero que ya nadie descarta. Con ellas la alarma del paro no dejará de sonar en largo tiempo. ¡Ojalá estemos equivoquemos!
DANIEL GUERRERO