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Estafados

Si algún problema tenemos los insomnes es, sin duda, que dormimos poco. Dormimos poco y, además, nos acostamos tarde, razón por la que disculparán que la otra noche, mientras esperaba ansioso el abrazo esquivo de Morfeo, dedicase una sesión de zapping nocturno a los canales de videntes y concursos de adivinanzas. Allí estaban aquellos ungidos por el don caracterizados con los más variopintos atuendos: desde el inspirado en el Popolvuh maya hasta el místico esotérico de pelo largo pasando, cómo no, por el vestido de paisano, como los antidisturbios en las manifestaciones.

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El caso es que la gente que llamaba creía en lo que decían. Buscaban, entre la desesperación y la resignación que impregnaban el tono de derrota de sus voces, una última respuesta, seguramente, a una situación que los sobrepasaba. Y estos mercaderes de la retórica vacua estaban dispuestos a ofrecérselas a un nada módico precio. ¡Y es legal! Resulta que es legal engañar al personal cobrando por ello.

Abrumado por lo inmensamente infinita que puede llegar a ser la estupidez humana, proseguí el zapping hasta que llegué al canal donde una presentadora joven e hiperactiva animaba a los espectadores a adivinar una palabra que, claramente, era “olivo”, dado que la pista que proporcionaban era “aceite” y que, en un acto altruista donde los haya, ofrecían gratuitamente la primera y la última o. Pero nadie llamaba, la suma de la recompensa aumentaba y la presentadora se volvía histérica por momentos.

Cada cierto tiempo entraba una llamada, pero, ¡cielos! ¡Daba una respuesta incorrecta! Con lo claro que estaba que era “olivo”. Y me los imaginé a ellos: parados insomnes por su propia desesperación, abuelas convertidas en cabezas de familia insomnes por su propia desesperación, quasi desahuciados insomnes también por su propia desesperación llamando en busca de aquellos 500 euros que les solucionarían el mes. No pedían más a cambio de los 1,32 euros (impuestos no incluidos) que costaba el minuto de llamada.

Allí estarían, seguramente, colgados al teléfono hasta que a estos vendedores de ilusiones rotas de antemano se les ocurriera que ya habían cobrado suficiente comisión por esa llamada que nunca iba a entrar en busca de unos 500 euros que nunca llegarían. ¡Y es legal! Resulta que es legal engañar al personal cobrando por ello.

Rebosando a partes iguales asco y odio, dejé puesto otro canal que ofrecía un documental titulado Promesas electorales en el que repasaba lo dicho en campaña y lo cumplido en el mandato en varios países del mundo. Aproveché para ir al baño, como si en aquella excreción pudiera librarme también de toda la inmundicia que la que me acaba de impregnar.

A la vuelta comprobé, aterrado, cómo la estafa democrática dejaba en pañales a cualquier otro intento de engaño en la especie humana. Es atroz el uso de la mentira y la manipulación como arma política.

Si nos dicen que si les doy mi voto van a bajar las cifras de paro y luego suben, que comienza el cambio y todo sigue igual, y que no van a tocar el IVA y luego lo usan para violarme, la culpa es mía por habérmelo creído. Mía y de la realidad, por no haberles dejado aplicar un programa electoral con el que engañar a la masa y del que no recuerdan ni haberlo visto.

Pero la Democracia lo escuda todo, hasta la urdidumbre de una estafa monumental como método democrático de obtención del poder político. ¡Y es legal! Resulta que es legal engañar al personal para obtener su voto.

Hemos construido una sociedad en torno a la aceptación de la estafa y la mentira como algo, no ya legal (porque por supuesto que es legal), sino cotidiano. Hemos cotidianeizado la estafa hasta tal punto que convivimos con ella como si de un vecino se tratase. ¡Si hasta es legal que te quiten la casa y tengas que seguir pagándola!

PABLO POÓ
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