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Nuestro patrimonio más valioso

Las recientes lluvias de las últimas semanas han hecho cambiar tanto el paisaje que, todavía hoy, me sorprendo cuando me asomo a alguna zona que hace poco más de un mes tenía un aspecto que poco se parece al actual. Un delicado manto verde inunda desde hace unas semanas el oscuro tapiz de la gran sierra septentrional de Andalucía, aclarando su piel hasta un nivel que en muchas zonas bien podría parecerse a ese claro y brillante verdor de las sierras del norte de nuestro país.

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Bien entretenido estaba yo fotografiando estos cambios paisajísticos con el teléfono móvil para enviarle la imagen a un amigo a través de uno de estos modernos programas de chat que usamos hoy día casi todos los habitantes de la urbe para que viera lo bonito que estaba el paisaje estos días en esta parte de la sierra, cuando justo al girarme para volver sobre mis pasos y llegar hasta donde tenía el coche me encuentro con este fantasma, cara a cara, a tan poca distancia de mis incrédulos ojos que tuve incluso que dar un par de pasos hacia atrás y recoger el teleobjetivo que colgaba de mi hombro hasta los 150 mm. de distancia focal para poder conseguir una fugaz foto de su figura sin que ninguna parte de su cuerpo se me saliera fuera del encuadre.

Algo buscaba nuestro amigo: su conducta dejaba entrever su escasa prisa; su atención, aparentemente pasiva, estaba tan sumida en su propósito que apenas me dedicó una efímera y despreocupada mirada de reconocimiento interespecífico.

Ni corto ni perezoso se levantó, se acercó todavía más a mí, atravesó la valla por debajo y siguió su campeo lentamente con el orgullo que corresponde al que es, probablemente, el más perfecto de todos los matadores solitarios del Paleártico.

Así, queridos seguidores de mi Cuaderno de campo, es como me he topado yo con este bello animal, al margen de la opinión que pueda tener quien piense que la simple realización de una mera foto lleva siempre necesariamente implícita la correspondiente molestia al animal protagonista de dicha imagen.

Digo esto porque he oído a mucha gente criticar a los fotógrafos linceros (incluido un servidor) y, después, los he visto hacer cosas en el campo que ya quisiera para sí el más hipócrita de los ecologistas de salón. Desde luego, si hubiera que presentar un vídeo de los hechos como prueba junto a cada acusación que se hace, pocos envidiosos iban a tener la valentía de tirar esa primera piedra de la que tanto se suele hablar.

Bien está que el lince lo disfruten los naturalistas profesionales que trabajan con él (en la mayoría de los casos con resultados positivos); bien está que el lince lo disfruten los paseantes y senderistas que, de forma fortuita, se crucen con él en alguna de sus caminatas de domingo bañado por el sol; bien está que disfrute del lince su propia madre cuando éste todavía no ha alcanzado la edad propia de la emancipación; bien está que lo disfruten incluso los monteros cuando, arma en mano, se disponen a patear la sierra en busca de algún ungulado que les alegre el día...

Pero también está bien, pienso yo, que unos pocos que respetamos al gran gato (y todos los que hemos compartido esos lugares que todos los linceros conocemos sabemos o creemos saber de qué pie cojea cada observador) disfrutemos también de su presencia y sus observaciones con el respeto que siempre le hemos tenido.

Quien realmente conoce al lince sabe que una persona que permanece estática como una gárgola durante todo el día en uno de esos lugares públicos difícilmente va a provocar molestias a nuestro querido protagonista, pero otra cosa bien distinta es actuar de cualquier manera que sea claramente intrusiva sin dejarles vivir su vida, persiguiendo una asquerosa foto como único fin.

Al lince hay que protegerlo, y pienso yo que una de las muchas formas que existen para hacerlo es, por ejemplo, publicando imágenes suyas y haciendo a la vez de divulgador científico de los beneficios que aporta esta especie en el equilibrio de nuestra biodiversidad. No hay mejor forma de fomentar el amor a la Naturaleza que actuar como comunicadores de nuestro patrimonio natural.

Como ya dije en otra ocasión, escribir es fácil si se tienen ganas y también si se conoce bien el tema sobre el que se está escribiendo. Y bien sabe quien me conoce y me lee que es precisamente eso lo que yo intento aunque, a veces, no llegue a conseguir que el número de lectores sea demasiado alto.

Sinceramente, con que alguien capte el mensaje de lo que intento transmitir y cambie de alguna manera su conducta en pro de una mejor conservación de nuestra Naturaleza, yo me doy más que por satisfecho. Sólo en esos casos merece la pena tanto el tiempo como el dinero que se me van en esto, que bien podría invertir en descansar en el brasero de mi casa leyendo un buen libro, o bien en salir los sábados por la noche para encontrar esa novia que todos los esclavos de las costumbres impuestas por la cultura humana me aconsejan para "quitarme los pájaros que tengo en la cabeza". Dinero que, sin embargo, invierto en algo que no me da de comer, pero sí que me da ganas de comer, y eso creo que es importante. Y si además consigo que algunos miren el campo con mejores ojos, mejor.

Quizá sea cierto que hoy día hay más gente en el campo observando linces "por culpa", como dicen, de las innumerables publicaciones que se hacen en todos los medios disponibles, sobre todo en Internet (lo cual, en principio, no tiene por qué tener consecuencias tan dramáticas). Pero, en cambio, creo que también hay más amantes de nuestros gatos gracias a esas publicaciones de las que hablamos tanto en un sitio como en otro.

Precisamente, uno de los atractivos con los que se venden a sí mismos el Parque Natural de la Sierra de Andújar, el Parque Natural de las Sierras de Cardeña y Montoro y el Parque Nacional de Doñana es el lince ibérico, así que vamos a observarlo mientras lo podamos hacer de alguna forma inocua y legal, pero con el respeto que se merece.

En general, y hablo en términos estrictamente estadísticos, creo que no nos portamos tan mal en el campo; otra cosa son los coleccionistas de fotos que se hacen llamar "naturalistas". Una minoría, por cierto, pero suficientes para manchar la reputación del más respetuoso de los amantes reales de la Naturaleza.

Por otro lado, y cambiando ya de tercio, los más puristas de la fotografía de naturaleza reiterarán una y otra vez, y además con toda su razón, que esa valla algo difusa de la imagen, tan odiada como inoportuna cuando no la queremos en las fotos, no es precisamente uno de esos elementos que se vayan a encargar de realzar la fuerza de la imagen, si es que esta imagen puede tener fuerza. Sin embargo, yo creo que el momento vivido vale más que cualquier mero montón de píxeles.

Pongo la imagen en vuestras manos para que me digáis (no seáis malos, por favor) si la valla es algo que destroza la imagen o si, por el contrario, podemos considerarla como algo propio desde hace ya unos años en la mayoría de los territorios de nuestros grandes gatos.

Pongo en vuestras manos también el texto para que reflexionemos sobre los riesgos que puede tener –y de hecho tiene actualmente- el turismo verde y para que, también, en base a lo explicado, sepamos elegir mejor el color de la ropa que nos ponemos y el volumen de voz que usamos con vuestros semejantes cada vez que paseamos por algún espacio natural protegido en cualquier tarde de domingo.

Y es que, aunque es cierto que en la mayoría de los casos el paseante lleva la mejor intención del mundo en ese entorno que desea visitar, también hay que tener en cuenta que muchas veces, sin quererlo, podemos causar alguna pequeña molestia a la fauna, que con unas mínimas nociones sobre comportamiento y educación ambiental podríamos evitar fácilmente.

De esta forma, cuando volvamos de nuestras jornadas de observación, de fotografía o de paseo, quizá lo hagamos con más y mejores imágenes en nuestro archivo o en nuestra retina, que también podremos utilizar o no como embajadoras de nuestro gran gato cerval. Y tanto los agentes de la autoridad como los guardas estarán más conformes con nuestra conducta.

MANUEL CRUZ
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