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No nos vamos: nos echan

Soy un número con vida más de la escalofriante cifra de medio millón de jóvenes –y subiendo- que han cogido sus maletas, cargadas de aparatos electrónicos, un pasaporte y más miedo que dinero. Llegué hace 22 días a Bruselas para buscar una oportunidad, aprender idiomas y sobrevivir hasta que amaine la tormenta económica que tiene sumida a España en una profunda depresión social, política y de justicia.

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Estudié Periodismo contra todo pronóstico. Nadie hubiera dado un duro por mí al nacer. Soy hijo de padres semianalfabetos que salieron de la escuela, sin saber leer ni escribir, para trabajar como adultos a cambio de sueldos esclavistas. Yo, como tantos otros jóvenes de mi generación, puedo ejemplificar el milagro de la Educación Pública y la igualdad de oportunidades que ahora está en entredicho con la excusa de una crisis que tiene más de ficticia que de económica.

Nuestra migración no es como la de nuestros abuelos, pero sentimos el mismo frío, la misma vulnerabilidad y la misma sensación de desarraigo. Las únicas diferencias con nuestros abuelos es que sabemos de la actualidad política española y que a las jóvenes españolas, que vienen a trabajar de niñeras, se les llama au-pair, que suena más fino que decir “niñera”, pero que no es más que vivir interna en una casa para cuidar a los hijos de una familia, a cambio de no más de 500 euros mensuales.

La actualidad política y económica, que leemos a diario, no da motivos para la alegría ni para el orgullo. A uno se le cae la cara de vergüenza cuando le preguntan qué está pasando en España, qué ocurre con la Familia Real y cómo hemos votado a un presidente que está convirtiéndonos en alumnos ejemplares del austericidio alemán.

Da miedo abrir cada mañana el periódico y encontrarte con la nueva ocurrencia de un Gobierno que gobierna sin importarle el dolor social que está causando su insensibilidad. Lo llaman "austeridad" pero es, simple y llanamente, pobreza. La austeridad es un valor positivo que evita contaminar, gastar cosas innecesarias o alimentar la máquina del consumo insaciable.

Echar a la gente de sus casas, cobrar a los familiares que acompañan en un hospital a su familiar enfermo o aprobar una reforma laboral para despedir a miles y miles de trabajadores no es austeridad: es neoliberalismo. Y busca arrodillar a una sociedad frente a los poderes económicos.

Antes de despedirnos de nuestras familias, de nuestros amigos y de todos nuestros proyectos afectivos y de nuestra solidez identitaria, cada uno de los jóvenes emigrados hemos ido despidiendo a un infinidad de compañeros de facultad o amigos. Todos, los que se han ido antes y los que hemos venido después, metimos en nuestras maletas un título universitario inservible en un país que gasta más en mantener a la jerarquía eclesiástica que en ciencia e investigación.

Junto al título que nos faculta para la emigración, a diferencia del transistor que se llevaron nuestros abuelos, nosotros hemos traído un ordenador portátil que nos recuerda que somos ciudadanos de un país del primer mundo que camina por la vía del subdesarrollo.

Sabemos que no seremos los únicos ni los últimos en transitar las calles ajenas de una fría ciudad europea que te grita que nunca serás lo que siempre deseaste. Somos los ladrillos rotos del milagro económico español que se ha hecho añicos encima de las cabezas de unos jóvenes a los que su país les tenía preparado un futuro de camareros y albañiles de los jubilados europeos.

Somos, y lo sabemos, los daños colaterales de un modelo depredador construido sobre la avaricia de una casta empresarial que pide rebajas de salarios y reducciones en las partidas de Educación y Sanidad para que el Estado pague los platos rotos de su sobreendeudamiento.

También sabemos que lo que se pretende es que no se produzcan más milagros como el que modestamente podemos representar nosotros: que de padres jornaleros salgan hijos con títulos universitarios. Nos quieren pobres, indignos y sumisos. Nuestra igualdad es un impedimento para la libertad de sus capitales. Por eso nos han empobrecido y nos están expulsando para desarrollar nuestros respectivos espíritus aventureros.

La intrahistoria de todas las migraciones es la misma, con ordenadores portátiles o sin ellos: uno extraña a su familia, a sus amigos; se siente vulnerable; la tristeza hace acto de presencia sin saber el porqué y los días se componen de una montaña rusa emocional. Lo peor de todo, no obstante, no es la nostalgia, que hasta tiene un toque de inspiración poética, sino saber que le estamos dejando el país a los que nos están destrozando los sueños.

Por eso, porque el silencio es un victoria para su maldad ideológica, no podemos estar callados ni estando lejos. De ahí que este domingo, todos los jóvenes emigrados tuvimos la obligación moral de acudir a las embajadas españolas o a los sitios donde se convocó la campaña No nos vamos, nos echan, para decirle al mundo que España se está desprendiendo del capital humano que necesita para construir un modelo económico que aporte algo más que albañiles, camareros, sirvientas y botones de los jubilados alemanes.

Por mi parte, acudí a la Plaza de España de Bruselas con una bandera de Andalucía y un cartel donde se leía que mi tierra tiene más parados que Grecia; que sesenta de cada 100 jóvenes andaluces no pueden trabajar; y que mis compañeros de facultad están a la espera de que le expidan su título universitario para sacar el billete sin vuelta hacia un destino incierto donde se darán cuenta que nunca serán lo que siempre desearon

RAÚL SOLÍS
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