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Las mujeres perdidas (III)

Ella tenía catorce años y unas ganas locas de pintarse los labios. Era una niña coqueta de esas que no querían repetir vestido cuando iban al baile. Porque a ella le gustaba divertirse y reír. Su madre, persona temerosa de Dios, no veía con buenos ojos que su hija fuera una señorita presumida y alegre.

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"¡Quítate ahora mismo esos labios, que pareces una mujer de mala vida!", le gritaba. Y ella, que tenía un respeto que rozaba lo enfermizo por su madre, se limpiaba con un pañuelito el carmín que tan bien le sentaban a sus ojos verdes aceituna.

Vivía en un pueblo del interior, de esos que no ven nunca el ancho mar, y en un tiempo en el que la oscuridad reinaba haciendo sacar de las personas lo peor de sí mismas. La gente de ese pequeño pueblo disfrutaba con las equivocaciones ajenas, lapidando a toda aquella persona que no siguiera los dictados que la “buena moral” exigía.

Un día de mayo, mes de la Virgen y de las flores, iba ella contenta con su vestido nuevo por la calle camino de la escuela, con una alegría en el alma que sólo con esa edad se da con tanta intensidad. Nada más llegar a clase, Sor María, su profesora, le espetó: "Pareces una cualquiera, con ese vestido sin mangas, Dios te ve y estás pecando porque este es el mes del voto de pobreza, y ese vestido es nuevo. ¡Vete ahora mismo a tu casa y te cambias!".

Mientras corría por la cuesta hacia arriba, las lágrimas de humillación apenas le dejaban ver el camino. Su cielo había cambiado su manto azul brillante por uno negro, que le oprimía el corazón. Y entonces, el miedo por el pecado empezó a buscar un sitio dentro de su joven cuerpo.

Como penitencia le pusieron ir casa por casa pidiendo limosna para “los niños infieles”. Ella se preguntaba por qué los pobres niños eran infieles y cómo algunas personas del pueblo iban a poder ayudar, si a muchas de ellas se les morían sus propios hijos de hambre.

Ella lo sabía porque una noche cerrada llamaron a la puerta de su abuela. Era Carmen, la vecina, que llorando pedía algo para callar el llanto hambriento de su hijo pequeño. Su abuela la ayudó en lo que pudo. Su familia no pasaba escasez, pero tampoco sobraba nada. Tenía ocho hermanos.

Su sonrisa espontánea poco a poco fue siendo más esquiva, hasta que un día desapareció. Ella hoy aún recuerda el momento exacto. Aquella oscura primavera de olor a flor de olivo está siempre en su memoria.

Una vez al año, los misioneros llegaban al pueblo, dando sermones sobre el pecado y sus consecuencias. Esta vez reunieron en el cementerio a las jóvenes. Era una noche sin luna y la única luz era la de las velas que cada una portaba. "Aquí termina todo, y Dios ve todo lo hacéis, pensáis y sentís. Si seguís siendo pecadoras, el infierno será vuestro castigo para toda la eternidad y de allí no hay escapatoria posible".

Mientras oía estas palabras su cuerpo empezó a temblar y el sentimiento de culpa campó a sus anchas por su cabeza. Se sentía culpable por su gusto por los vestidos nuevos, por el carmín de labios, por ser guapa, y hasta por sus ganas de vivir y ser feliz. La vida tenía que ser un valle de lágrimas y cada cual tenía que coger su cruz. Rezaron por las almas que estaban en el purgatorio, por su salvación, pero ella sólo podía oír el grito “pecadora”.

Y ahora, a sus setenta años y con el miedo aún en el cuerpo se pregunta: “¿En qué empleé yo esa edad tan bonita? ¿Dónde quedó mi primavera?

Esta historia es real, y era real el miedo que se imponía sobre todo a las mujeres, para controlarlas, para humillarlas y para que fueran sumisas. Con esta mujer consiguieron que el miedo le impidiera tener una relación de pareja, porque el deseo también es pecado. Así, consiguieron que, a pesar de ser una muy buena persona, tuviera un pánico irracional a la muerte. Su viveza y su alegría se quedaron en aquel cementerio.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ A.
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