Esa noche apenas pude dormir. Me había acostado temprano confiando en que, mientras durmiera, el tiempo pasaría volando y amanecería pronto, sin que me diera cuenta. Buscaba el sueño con el mismo afán que la vigilia en impedírmelo. Daba vueltas en la cama y en cada posición cerraba fuertemente los ojos para que la oscuridad me venciera.
A los pocos minutos volvía a girarme hasta repetir todas las posturas posibles, consiguiendo sólo deshacer la cama y tirar la almohada al suelo. A pesar del frío del ambiente, me sudaba la nuca, sentía al corazón golpearme incontrolado el pecho y la respiración acelerada.
Quería que el silencio invadiera la habitación pero escuchaba hasta el leve crujir de las maderas, el roce del aire en las ramas de los árboles y otros ruidos, prácticamente imperceptibles, que reinaban en las sombras y avivaban mi insomnio.
La tarde anterior ya me encontraba inquieto. Anhelaba tanto una cosa así que la espera se me hizo angustiosa. No es que tuviera la seguridad de que mi deseo fuera a cumplirse, pero la mera posibilidad de que sucediera me tenía totalmente nervioso.
Vivía con desasosiego unas horas interminables. Todos los que me conocían sabían lo que yo quería, hablaba constantemente de los paseos que daría y de cómo la cuidaría. No había ocasión en que comentara que, a mi edad, era lo único que me atraía porque así podría acompañar a mis amigos con las suyas, unirme al grupo de los que ya la poseían y no sentirme fuera, como un extraño, de sus juegos y aventuras. Tenerla significaba para mí como cruzar una frontera en la que dejaba atrás la niñez, conseguir una especie de medalla, más que por ningún mérito especial, por crecer, ser un chaval. Casi todos los compañeros de mi edad ya disponían de la suya.
Tanta ilusión sentía que me imaginaba cada día recorriendo con ella las calles del pueblo y saliendo hasta las afueras para ver los campos de los alrededores, en noble competición en belleza y velocidad con los demás de la pandilla. La veía recostada sobre la puerta de mi casa, aguardando que yo entrara a beber un sorbo de agua, para enseguida dejarme caer cuesta abajo y continuar con los paseos para descubrir rincones remotos que antes, por la lejanía, no estaban a mi alcance.
Me acercaría con ella hasta la gasolinera para engrasarle los ejes y repararle los pinchazos, disfrutando de unas tareas de mantenimiento que yo haría con la satisfacción y la dedicación de quien cuida un legado tan valioso que desearía preservarlo toda la vida. Y desde luego, acabaría limpiándola y guardándola cada tarde para que estuviera dispuesta y reluciente el día siguiente.
Soñaba tanto con ella que recibirla sería como si encontrase un tesoro, la mayor riqueza que se pudiera ambicionar. De ahí que sintiera que, esta vez, ese día estaba llegando, que el momento de ver colmadas mis esperanzas era inminente y se produciría dentro de pocas horas, en cuanto transcurriera la noche y pudiera quedarme dormido.
Recordaba que, semanas atrás, un amigo, tal vez contagiado de mi obsesión, me había confesado que le pareció ver cómo guardaban una en la casa contigua a la mía. Y que, tal como yo prefería, era grande y roja, de un rojo reluciente que contrastaba con los cromados del manillar y los radios de las ruedas.
También me reveló que, incluso, creía haber apreciado que disponía de cambio de marchas, luz sobre el guardabarros delantero y timbre. Concluyó, compartiendo un entusiasmo que nos hacía brillar los ojos, que era la bicicleta más bonita que había visto en su vida.
A partir de entonces, estuve curioseando todos los rincones de mi casa, busqué motivos para visitar e indagar en la de al lado, una tienda donde mi madre pasaba las tardes, pregunté a vecinos y familiares, pero sin ningún resultado. Al no encontrarla, acabé convencido de que, conociendo cuánto la deseaba, la habrían escondido muy bien para que no diera con ella antes de fecha. Quería convencerme de que esa sería la explicación, de que así lo hubiera hecho yo también para guardar el secreto.
Pero a pesar de todo y de la noticia sobre su existencia, me invadía una desazón tan intensa que me impedía disfrutar de las fiestas y hasta me quitaba el apetito, sumiéndome en una apatía para con los amigos y las diversiones que llegó a preocupar a mis padres. Ni tan siquiera las chicas, cuya compañía ya peleábamos, compitiendo por ser el merecedor de sus charlas y amistad, lograban despertar mi interés.
Mientras mis amigos discutían y se vanagloriaban para lucirse como gallitos frente a ellas, yo me mantenía ausente, retraído tras el esbozo de una sonrisa y pensando exclusivamente en la bicicleta roja que pronto iba a disfrutar.
Los días transcurrieron eternos hasta la llegada de esa noche, una noche que también discurriría con una lentitud exasperante. Fue la Noche de Reyes más dilatada de la que guardo memoria. Me levanté varias veces para ir al baño y otras tantas para beber agua y, ni siquiera así, apenas avanzaba la medianoche.
Las campanadas del reloj del Ayuntamiento parecían mortificarme con su parsimonia. Hasta cerca de la una de la madrugada estuve pendiente de las horas, cuando finalmente, sin darme cuenta, el cansancio y el peso de unos párpados plomizos me hicieron caer rendido durante unas horas, sólo unas pocas horas.
Antes de que amaneciera salté como un resorte de la cama. Aún era de noche y todo estaba oscuro, pero me sabía la casa de memoria. Podía recorrerla con los ojos cerrados y, aunque los llevaba muy abiertos, corrí en medio de la oscuridad por los pasillos, tanteando con las manos por si encontraba alguna puerta cerrada, hasta llegar al salón, donde solían los Reyes Magos dejar los regalos. Y, efectivamente, allí estaban todos los juguetes que nos habían traído, menos mi bicicleta.
Pensé que, debido a su tamaño, estaría en otra estancia. Angustiado, fui encendiendo las luces de la casa, las del patio, la cocina y los demás cuartos… Abrí la puerta de la calle por si, para mayor asombro, la hubieran dejado en la entradilla para que no la descubriera tan fácilmente. En mi búsqueda desesperada desperté a mis padres y a mis hermanos que enseguida se unieron a la algarabía de retirar ilusionados los papeles de colores que envolvían los juguetes.
No quedó ningún rincón por revisar. La frustración de que un año más no tendría mi bicicleta me hizo recobrar una calma agotadora, el desánimo del vencido. Mis piernas dejaron de correr y los brazos me pesaron como si fueran de hormigón. Un largo suspiro precedió al sollozo, un llanto contenido que intentaba reprimir.
Volví abatido al salón donde me preguntaron si no abriría mi regalo. Todos confundieron mi desilusión con lágrimas de alegría. Mis padres siempre creyeron que aquellos patines me colmaron de felicidad porque nunca sospecharon que lo que yo deseaba era una bicicleta roja. Jamás la conseguí, pero todos los coches que he comprado en mi vida han sido rojos.
Si lo desea, puede compartir este contenido: A los pocos minutos volvía a girarme hasta repetir todas las posturas posibles, consiguiendo sólo deshacer la cama y tirar la almohada al suelo. A pesar del frío del ambiente, me sudaba la nuca, sentía al corazón golpearme incontrolado el pecho y la respiración acelerada.
Quería que el silencio invadiera la habitación pero escuchaba hasta el leve crujir de las maderas, el roce del aire en las ramas de los árboles y otros ruidos, prácticamente imperceptibles, que reinaban en las sombras y avivaban mi insomnio.
La tarde anterior ya me encontraba inquieto. Anhelaba tanto una cosa así que la espera se me hizo angustiosa. No es que tuviera la seguridad de que mi deseo fuera a cumplirse, pero la mera posibilidad de que sucediera me tenía totalmente nervioso.
Vivía con desasosiego unas horas interminables. Todos los que me conocían sabían lo que yo quería, hablaba constantemente de los paseos que daría y de cómo la cuidaría. No había ocasión en que comentara que, a mi edad, era lo único que me atraía porque así podría acompañar a mis amigos con las suyas, unirme al grupo de los que ya la poseían y no sentirme fuera, como un extraño, de sus juegos y aventuras. Tenerla significaba para mí como cruzar una frontera en la que dejaba atrás la niñez, conseguir una especie de medalla, más que por ningún mérito especial, por crecer, ser un chaval. Casi todos los compañeros de mi edad ya disponían de la suya.
Tanta ilusión sentía que me imaginaba cada día recorriendo con ella las calles del pueblo y saliendo hasta las afueras para ver los campos de los alrededores, en noble competición en belleza y velocidad con los demás de la pandilla. La veía recostada sobre la puerta de mi casa, aguardando que yo entrara a beber un sorbo de agua, para enseguida dejarme caer cuesta abajo y continuar con los paseos para descubrir rincones remotos que antes, por la lejanía, no estaban a mi alcance.
Me acercaría con ella hasta la gasolinera para engrasarle los ejes y repararle los pinchazos, disfrutando de unas tareas de mantenimiento que yo haría con la satisfacción y la dedicación de quien cuida un legado tan valioso que desearía preservarlo toda la vida. Y desde luego, acabaría limpiándola y guardándola cada tarde para que estuviera dispuesta y reluciente el día siguiente.
Soñaba tanto con ella que recibirla sería como si encontrase un tesoro, la mayor riqueza que se pudiera ambicionar. De ahí que sintiera que, esta vez, ese día estaba llegando, que el momento de ver colmadas mis esperanzas era inminente y se produciría dentro de pocas horas, en cuanto transcurriera la noche y pudiera quedarme dormido.
Recordaba que, semanas atrás, un amigo, tal vez contagiado de mi obsesión, me había confesado que le pareció ver cómo guardaban una en la casa contigua a la mía. Y que, tal como yo prefería, era grande y roja, de un rojo reluciente que contrastaba con los cromados del manillar y los radios de las ruedas.
También me reveló que, incluso, creía haber apreciado que disponía de cambio de marchas, luz sobre el guardabarros delantero y timbre. Concluyó, compartiendo un entusiasmo que nos hacía brillar los ojos, que era la bicicleta más bonita que había visto en su vida.
A partir de entonces, estuve curioseando todos los rincones de mi casa, busqué motivos para visitar e indagar en la de al lado, una tienda donde mi madre pasaba las tardes, pregunté a vecinos y familiares, pero sin ningún resultado. Al no encontrarla, acabé convencido de que, conociendo cuánto la deseaba, la habrían escondido muy bien para que no diera con ella antes de fecha. Quería convencerme de que esa sería la explicación, de que así lo hubiera hecho yo también para guardar el secreto.
Pero a pesar de todo y de la noticia sobre su existencia, me invadía una desazón tan intensa que me impedía disfrutar de las fiestas y hasta me quitaba el apetito, sumiéndome en una apatía para con los amigos y las diversiones que llegó a preocupar a mis padres. Ni tan siquiera las chicas, cuya compañía ya peleábamos, compitiendo por ser el merecedor de sus charlas y amistad, lograban despertar mi interés.
Mientras mis amigos discutían y se vanagloriaban para lucirse como gallitos frente a ellas, yo me mantenía ausente, retraído tras el esbozo de una sonrisa y pensando exclusivamente en la bicicleta roja que pronto iba a disfrutar.
Los días transcurrieron eternos hasta la llegada de esa noche, una noche que también discurriría con una lentitud exasperante. Fue la Noche de Reyes más dilatada de la que guardo memoria. Me levanté varias veces para ir al baño y otras tantas para beber agua y, ni siquiera así, apenas avanzaba la medianoche.
Las campanadas del reloj del Ayuntamiento parecían mortificarme con su parsimonia. Hasta cerca de la una de la madrugada estuve pendiente de las horas, cuando finalmente, sin darme cuenta, el cansancio y el peso de unos párpados plomizos me hicieron caer rendido durante unas horas, sólo unas pocas horas.
Antes de que amaneciera salté como un resorte de la cama. Aún era de noche y todo estaba oscuro, pero me sabía la casa de memoria. Podía recorrerla con los ojos cerrados y, aunque los llevaba muy abiertos, corrí en medio de la oscuridad por los pasillos, tanteando con las manos por si encontraba alguna puerta cerrada, hasta llegar al salón, donde solían los Reyes Magos dejar los regalos. Y, efectivamente, allí estaban todos los juguetes que nos habían traído, menos mi bicicleta.
Pensé que, debido a su tamaño, estaría en otra estancia. Angustiado, fui encendiendo las luces de la casa, las del patio, la cocina y los demás cuartos… Abrí la puerta de la calle por si, para mayor asombro, la hubieran dejado en la entradilla para que no la descubriera tan fácilmente. En mi búsqueda desesperada desperté a mis padres y a mis hermanos que enseguida se unieron a la algarabía de retirar ilusionados los papeles de colores que envolvían los juguetes.
No quedó ningún rincón por revisar. La frustración de que un año más no tendría mi bicicleta me hizo recobrar una calma agotadora, el desánimo del vencido. Mis piernas dejaron de correr y los brazos me pesaron como si fueran de hormigón. Un largo suspiro precedió al sollozo, un llanto contenido que intentaba reprimir.
Volví abatido al salón donde me preguntaron si no abriría mi regalo. Todos confundieron mi desilusión con lágrimas de alegría. Mis padres siempre creyeron que aquellos patines me colmaron de felicidad porque nunca sospecharon que lo que yo deseaba era una bicicleta roja. Jamás la conseguí, pero todos los coches que he comprado en mi vida han sido rojos.
DANIEL GUERRERO