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El político carismático

Es difícil permanecer impasible ante los numerosos acontecimientos que irrumpen en forma de titulares y noticias en los medios de comunicación y en las redes sociales. A veces, hasta se siente uno obligado a tener una opinión. Sin embargo, en ocasiones, es mejor hablar o cuestionar el marco en que se desarrollan tales fenómenos que polemizar sobre los fenómenos mismos.

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Así pues, me resisto por el momento a hablar de la supuesta financiación ilegal de un partido concreto, pero me remito a una futura columna sobre la posibilidad de ofrecer alternativas al actual sistema de financiación. Hoy, en cambio, escribiré sobre uno de los conceptos más utilizados en los últimos tiempos: la/el líder.

Desde el momento en que la crisis comenzó a afectar a España, numerosas voces, tanto de comentaristas de los medios de comunicación como, todo hay que decirlo, de la gente común, reclamaron la presencia de verdaderos líderes. Y no solo a nivel nacional, sino europeo (es decir, de la Unión Europea).

Dada la ruina en la que había caído el liderazgo del anterior presidente del Gobierno al negar de forma reiterada la existencia de la misma crisis, como de su incapacidad (intrínseca o sobrevenida) de explicar a la ciudadanía el origen de la crisis, su profundidad y alcance, y las consecuencias de los recortes económicos, se echó en falta a líderes que tomaran las riendas de la situación.

Se discutió mucho de esa falta de liderazgo, que en absoluto fue resuelta por el nuevo partido político que ocupó el poder a partir de 2011 con mayoría absoluta tras unas elecciones en las que participó cerca del 72 por ciento del electorado.

Esta vana búsqueda de líderes que, con su discurso y energía reunirían a la nación (hasta entonces dispersa, atomizada y anomiada) y, aun con duros sacrificios, nos conduciría por la senda de la recuperación económica, es, a mi manera de ver, menos una carencia que un síntoma; menos una tara del español (y del unioneuropeo) que una flagrancia sociológica.

Si nos alejamos del pensamiento de las teorías elitistas de la democracia (o, como Ortega y Gasset, de la sociedad en general), no es la mediocridad de las élites políticas lo que debería preocuparnos, incapaces de proporcionar recambios convincentes en la forma de dirigentes políticos que resultaran atractivos a la ciudadanía, o carismáticos, en el sentido de Weber.

Es más bien la actitud de gran parte de ésta la que debería incitarnos a la reflexión urgente: precisamente, esa necesidad de un líder carismático que le devolviera la tranquilidad perdida o le proporcionara ilusión en los tiempos difíciles. Porque, ¿a cuenta de qué, un ciudadano autónomo, en plena posesión de sus derechos y consciente de ellos necesitaría una figura como esa?


Claro que, a fin de cuentas, con el abandono de la política a los especialistas (políticos profesionales) y a los grupos políticos organizados (partidos políticos) y el celebrado refugio en la vida privada, lo que la ciudadanía ha propiciado, incentivada, eso sí, por la clase política, es el estancamiento de la actividad política y la osificación de estructuras que deberían haber permitido un flujo más dinámico entre la esfera pública y la esfera política.

Si el debate político a gran escala había sido ninguneado, si el cuestionamiento de los procedimientos democráticos (por deficientes) había sido silenciado o arrinconado, si los canales de comunicación estaban bloqueados por lobbies, think tanks y grandes corporaciones y sólo hablaban intelectuales orgánicos y periodistas a sueldo (o simplemente ignorantes), si como representantes de una supuesta sociedad civil sólo intervenían los dueños o consejeros delegados de grandes empresas, ¿cómo podía esperarse que de suelo tan yermo surgieran de la noche a la mañana líderes políticos que tuviesen la capacidad de sustraerse a los usos, vicios e intereses de esas élites?

Además, si había algo que en los años de vino y rosas se criticaba con ferocidad desde las tribunas periodísticas y partidistas era la de la oposición ciudadana a los proyectos que emanaban desde esas instancias estatales (o de la Comunidad/Ayuntamiento) y empresariales. "Los del no a todo", decían nuestros políticos, si algún grupo ecologista o vecinal se oponía a algún megaproyecto urbanístico, recalificación del suelo o cualquier otra ocurrencia. "Están en contra del progreso", añadían.

La desmovilización de la sociedad y su encauzamiento a actividades políticamente inocuas parecían el no va más de la estabilidad. Tampoco resulta tan extraño, si consideramos nuestro pasado, que la sociedad civil española, salvo excepciones, nunca haya sido un actor fuerte en la arena política.

Creímos en una suerte de funcionamiento automático y sistémico de la democracia, como si pensáramos (los que no vivimos la dictadura) que era algo naturalmente dado y no una lucha diaria por evitar la dominación y en pro de la igualdad y de la libertad.

El paternalismo franquista se transformó en un Estado benefactor democrático que nos convirtió en clientes y consumidores en vez de ciudadanos comprometidos con un régimen de libertades. Ahora, cuando el Estado se retira y abandona no sólo el tutelaje innecesario, sino la prestación de los servicios más elementales, sí que es cierto que parte de la ciudadanía ha tomado conciencia de la fragilidad de la democracia y de su cooptación por fuerzas que la han parasitado hasta desfigurarla.

En este contexto de depresión económica y escándalos permanentes que afectan a casi todas las esferas sociales, han resurgido, de repente, aquellos otrora líderes que parecían haberse retirado de la escena para siempre.

Antiguos presidentes del Gobierno, aparentemente felices en consejos de administración o trabajando de asesores para empresas transnacionales, han vuelto a regalarnos su carisma, y una antigua presidenta de la Comunidad de Madrid se ha postulado como abanderada de la regeneración democrática, ofreciéndose como portavoz del ciudadano de a pie.

La clase política, en una especie de horror vacui, se empeña en ofrecer uno tras otro a la vista del público, con la entusiasta colaboración de los medios de comunicación, personajes de supuesta variedad ideológica, como si temieran que de la misma sociedad civil pudiera surgir un movimiento que amenazara la estabilidad del sistema o, en otras palabras, que agudizara la desafección aguda que ya sufren los partidos políticos y el cuestionamiento de su modo de hacer política.

No obstante, soy de la opinión que de la crisis de los partidos políticos y de la erosión de la legitimidad de los gobernantes no debe inferirse que la democracia esté, necesariamente, en peligro, siempre y cuando la ciudadanía y las asociaciones y movimientos que conforman la incipiente sociedad civil asuman de una vez para siempre que forma parte de su responsabilidad la vigilancia permanente de sus representantes y de las instituciones públicas. La apatía no es una opción, salvo que nos complazca asistir como espectadores a la destrucción de lo que podíamos haber salvado si nos hubiésemos decidido a convertirnos en actores.

UBALDO SUÁREZ
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