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El hedor dulzón de un cadáver

La juez de guardia tardó muy poco tiempo en llegar al lugar de los hechos y ordenar el levantamiento del cadáver de Javier Délano. En Madrid, cuando los solitarios se mueren, nadie se entera. Este tipo de muertos suelen pudrirse durante días en sus casas hasta que el mal olor les delata. El hedor que desprenden los cuerpos es igual al de las ratas que a veces se descubren muertas en las alcantarillas. Es un olor penetrante y dulzón, igual al de los albaricoques pasados.

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"Lleva ahí tirado por lo menos una semana", le dijo el médico forense que acompañó a la jueza. "Así, a primera vista, si huele a fruta es que murió intoxicado con cloroformo. Aunque también desprende un cierto tufillo de almendras amargas. Pudiera ser que el fallecimiento fuese provocado por el cianuro. El laboratorio analizará las muestras y lo sabremos pronto. Lo que está claro, señoría, es que este hombre se envenenó o lo envenenaron".

Para la jueza, Amelia Batán, aquel cadáver era su primer caso. Estaba recién llegada a los juzgados de plaza de Castilla. "Me parece muy bien, Hernández", le indicó con la inseguridad de su primera intervención. "Téngame informada cuando lleguen los resultados".

El fallecido era un hombre de mediana edad, de unos 40 años. Vivía en un barrio residencial del centro de la capital. Madrid es una gran urbe que recibe bien al forastero. Es la capital más abierta de Europa. Si se tiene dinero y amigos es fácil ser feliz en Madrid. Si se está solo, la ciudad se puede convertir en una cárcel sin barrotes. En un pudridero de carne solitaria.

El cadáver estaba tendido boca arriba. Llevaba en una mano un pañuelo y en la otra un trozo de muslo de pollo que estaba tan corrompido como los dedos que lo agarraban. Parece que lo último que miraron los ojos ya oscurecidos por la podredumbre fue una lámpara. Colgaba del techo y se balanceaba lentamente a causa de una corriente de aire.

Javier Délano era periodista. Durante años había trabajado en los informativos de la televisión nacional como especialista en tribunales. Un tema de calado sentimental lo catapultó a los platós de la programación rosa. En aquel tiempo, las cadenas se lo rifaban para contratarlo por cifras millonarias. Él llevaba las primicias más calientes de esos famosos sin prestigio y se vendía al mejor postor.

Los periodistas que trabajaban en este tipo de programas eran muy populares. La televisión vivía sus peores momentos. Alcanzaba la fama el más vulgar y el más patán de la tribu. Para ser famoso se tenía que comer en directo con la boca abierta, tirarse pedos, eructar y pelearse con la compañera de al lado.

Javier Délano estaba especializado en descubrir infidelidades. Se las apañaba para destapar los cuernos más insólitos de la toda la sociedad rosa. Cuando alcanzó la cota máxima de popularidad fue cuando dejó en ridículo al mismísimo presentador del espacio donde colaboraba. Le mostró un vídeo de su esposa liándose con un cámara de su propio programa. El operador abandonó la cámara y el presentador el micrófono.

Ninguno de ellos conocía la sorpresa que Délano les había preparado. Se enzarzaron en un bochornoso espectáculo de boxeo en directo delante de millones de personas. Aquello tuvo mucha repercusión, pero la fama en la televisión es efímera.

Tal vez por eso, el día que apareció el cadáver de Javier Délano nadie lo reconoció. Solo se pudo apreciar el hedor dulzón que desprende la putrefacción. Un olor parecido al de los albaricoques cuando están pasados.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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