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Arte subvencionado y tutelaje institucional

A la consabida frase de que en una conversación cortés no se debe hablar de política, religión ni fútbol, yo añadiría la cultura. La subvencionada, claro está. Es uno de los asuntos más peliagudos que puede tratarse en una conversación y, sin duda, no sería el más adecuado para, por ejemplo, una primera cita que se pretenda romántica. Sin embargo, como no es nuestro caso, será justo ese, como ya habrán adivinado, el motivo de la columna de hoy.

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El mundo de las artes, reconvertido en los últimos tiempos en España en industria cultural a causa de la globalización, la ralentización-crisis-recesión de la economía y la lucha entre lobbies por influir en el Ejecutivo (que es en lo que ha devenido nuestro democracia), ha salido de nuevo a la palestra informativa como consecuencia de la suspensión de un concierto del músico Albert Pla en la ciudad de Gijón, en concreto en el Teatro Jovellanos.

Al parecer, el Ayuntamiento de esa ciudad decidió que aquél no podía tocar en un teatro municipal porque había declarado en un medio informativo que le daba asco ser español. El asunto va más allá de la censura o veto a alguien por manifestar su opinión de manera pública, que ya es grave. Que un concejal dictamine que tal o cual declaración es una "ofensa" a los españoles y gijoneses no debería ser más que una opinión sin pretensiones de objetividad. En todo caso, arrogarse la representación de los españoles o los gijoneses sí que parece un alarde de pretenciosidad.

Mi punto de vista es que de nuevo se pone de manifiesto la contradicción que supone el concepto de arte subvencionado. Cuando las instituciones públicas intervienen como patrón, mecenas o socio del arte no resulta extraño que ocurran cosas como esta: listas negras para los artistas que, tanto mediante su obra como en sus declaraciones públicas, rompen con el statu quo del sistema o, peor aún, son adscritos a una tendencia política diferente a la de quien ejerza el control de aquellas instituciones. Las consecuencias son la censura, el veto o la exclusión de los circuitos oficiales.

Quizá en otro mundo, el Estado podría promover la creación y manifestación artística de modo que permaneciera neutral ante ellas, tanto en lo que se refiere a su definición como a su contenido. Supongo que el límite podría ser la vulneración de los principios constitucionales o la Declaración de los Derechos Humanos.

En todo caso, habría que llegar a un consenso sobre la conveniencia y utilidad de dicha promoción, cosa que en principio no resulta evidente. La justificación habitual es que para escapar al dominio absoluto del mercado, el Estado se erigiría como protector de aquellas actividades humanas que lo merecieran, es decir, valiosas. Sin embargo, al menos en el caso español, a lo que parece que hay que escapar a toda costa es al dominio de los partidos políticos y de las instituciones controladas por ellos.

Sin embargo, no es tarea sencilla: en nuestro país, el Estado en sus múltiples manifestaciones (gobiernos autonómicos, diputaciones, cabildos, ayuntamientos), sea quien haya sido el que ocupara el poder, se ha dedicado a promover la construcción de recintos escénicos, salas de conciertos, galerías, museos y otros contenedores de arte, y a encargar la producción y contratación de obras de todo tipo, ya por ese paternalismo ínsito a nuestra versión del Estado de Bienestar, ya por tener la vista puesta en un electorado al que pensaba que podría seducir con la cultura.

Ha habido Ministerio de cultura, Secretaría de Estado de Cultura, consejerías de Cultura, concejalías de Cultura... La dichosa cultura ha sido una figura omnipresente las últimas décadas. Mucha gente no se ha dado cuenta todavía de que la cultura (aquí sinónimo de "arte") no es algo que se dé en la naturaleza, ni tampoco es producto de un consenso indiscutible elaborado por la comunidad.

Quiero decir con esto que cuando el Estado subvenciona cultura, subvenciona un tipo de cultura, un tipo de contenidos y a un tipo de artista. Así, nos resulta familiar la idea de que cada partido tiene sus artistas afines, a los que protege desde las instituciones cooptadas. Algo que, a pesar de la crisis y de la reducción drástica del presupuesto destinado a estas actividades, se mantiene a grandes rasgos.

En todo caso, el caso de Albert Pla no es, en absoluto, el primero; muchos más casos son conocidos y más aún permanecerán en la oscuridad por miedo a mayores represalias. La cancelación de su concierto es un ejemplo de lo que ocurre cuando una institución pública es, por ejemplo, la dueña del espacio de la representación...

Así, los artistas que se quejan de la falta de fondos públicos para la promoción de la cultura (esto es, la subvención de sus proyectos artísticos) deberían recordar la servidumbre que comporta y considerar la posibilidad de que dicha servidumbre podría vaciar de significado sus intenciones creativas.

También podría darse el caso de considerarse artista y no querer molestar a nadie: ni a la izquierda, ni a la derecha, ni a los españoles, ni a los gijonenses. Tal vez entonces, podría ir a solicitar ayudas, subvenciones, billetes de avión para exponer en Noruega, un espacio en una Bienal o una ponencia en unas Jornadas.

Quizá, a fuerza de aliarse con unos o con otros, un medio de comunicación nacional le impusiera la etiqueta de pensador. Desde esa tribuna, el otrora artista, ya recalificado como intelectual, pontificaría sobre política, toros, la degradación de las costumbres, el nacionalismo excluyente o la decadencia del arte.

Imagino que la creación es un esfuerzo no siempre recompensado. A las frustraciones propiamente artísticas se superponen las sociales y las económicas. Es cierto que tampoco se nos puede exigir comportarnos como héroes de modo cotidiano.

No obstante, en el contexto español, pedir dinero a las instituciones públicas para ejercer de artista no me parece sino otra manera de ponerse un bozal y una correa. La opción vital de convertirse en artista no debe ser fácil, y más la de querer mantenerse con esa actividad, pero debe de haber más maneras que la de hacer cola ante la ventanilla de la institución pública de turno o del político conseguidor.

Se puede argumentar también que la producción artística (una vez aparcada la habitual cantinela sobre su capacidad de mejorarnos en el ámbito moral) es equiparable a cualquier otra rama de la economía y como tal debiera tratarse; pero su objeto, que es simbólico, no es el mismo que el producto agrícola, manufacturado o la prestación de servicios.

Y esa característica, sobre todo cuando los mismos artistas la mezclan con conceptos como libertad o reivindicación está reñida, con los matices que se quiera, con el clientelismo, el mecenazgo o la subvención. Salvo que cuando se quiera decir "artista" se piense, en realidad, en publicista o propagandista.

UBALDO SUÁREZ
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