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Buenos modales

La referencia de hoy puede sonar a música celestial, a pamplinas, a monserga, a rancio, a algo pasado de moda. Cada cual que ponga el calificativo que quiera, pero pensemos en unos posibles planteamientos para “con-vivir”, evidentemente con los demás, ya que entenderse consigo mismo, mejor o peor, es lo que hacemos en cada momento.

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La realidad es que, poco a poco y casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en una sociedad maleducada (mal-educada) porque nos hemos relajado a la hora de observar unas normas elementales de una elemental cortesía (“expresión con que se manifiesta atención o respeto a alguien”, sic RAE). Me refiero a las llamadas "reglas de urbanidad".

Reflejo someramente algunos matices de esas reglas de urbanidad perdidas en el ajetreo diario de nuestro con-vivir. La mala educación asentada en nuestro entorno desde hace algún tiempo se manifiesta en conductas irrespetuosas o violentas, en falta de normas claras que nos abocan a una moral laxa.

Hemos pasado de unas normas rígidas a una situación de relajación total. No se puede reprimir al personal, "eso es de fachas", oímos decir. La buena educación no tiene color político, no es ni de derechas ni de izquierdas y si no tenemos esto claro mal vamos. La buena educación nos ayudará a vivir un mundo más humano donde cada persona sea tenida en cuenta y respetada.

Pedir las cosas por favor; dar las gracias, los buenos días o buenas tardes; saludar; ceder el paso; emplear el "usted" en lugar del hortera "tío" o "colega" son indicios de consideración hacia la otra persona que no están reñidos con ser moderno o carca, como pretendemos clasificar simplonamente a los demás.

Hablamos a grito “pelao”; de dos palabras que emitimos, tres son tacos, descalificaciones, insultos cargados de desprecio (no-aprecio) hacia los otros, hasta el punto que la grosería parece lo más normal frente a la pérdida de los llamados buenos modales.

Autobuses y metro tienen asientos reservados para personas ancianas, discapacitadas o mujeres embarazadas; sin embargo, con demasiada frecuencia van ocupados por el primero que llega. Ceder la plaza a esas personas, en lo reservado o en cualquier otro asiento, ya no mola. "Yo pago mi billete y tengo derecho a ir sentado", hemos oído decir más de una vez ante una recriminación por dicha actitud.

Prestando un poco de atención observaremos cómo el personal más joven mira distraídamente por la ventanilla para soslayar verse en la tesitura de ceder el asiento a esa anciana que se agarra insegura a la barra más cercana para no perder el equilibrio. Mientras ella soporta dicho movimiento alguien, en mejor condición física, goza del valor añadido que le permite su billete.

Alguien me sugirió una vez que tenía que viajar más por otros países para aprender lo positivo o lo negativo de los mismos. He viajado por diversos países –no todo lo que quisiera- y siempre contemplé cómo la gente más joven se levantaba al entrar una persona mayor en el autobús o en el metro, incluso si era una señora no necesariamente mayor. Berlín o Moscú pueden valer de ejemplo.

A esa actitud se le llamaba "buena educación", que se transmitía en casa y en las normas de urbanidad que tanto la familia como la escuela intentaban inculcarnos. Digamos que la buena educación es básica en la distancia corta de la convivencia. Ahora esa cortesía, ofrecida libremente por el sujeto, como deferencia a otras personas, ya no está de moda.

Esas acciones cívicas, que antes eran percibidas como normales, ahora aparecen como algo excepcional, pero que lamentablemente no dejan en buen lugar a la sociedad en la que vivimos. Respetar la fila en la parada del autobús, del cine, del museo, etc., es cosa de tontos. ¿Será por eso que delimitan el terreno con unas laberínticas pasarelas? Dichas cintas, marcando el camino, me recuerdan la entrada de un redil. Perdonen el exabrupto.

Y mientras defendemos una Ecología de altos vuelos no tenemos empacho en arrojar al suelo papeles, envases, cristal, restos de comida, desperdicios –ecología casera-. Y para qué hablar de los restos sólidos de nuestras queridas mascotas.

Hace días presenciaba cómo un policía local “sugería” a una jovencita que recogiera los excrementos del perro para no tener que sancionarla. "¡Qué asco!", respondió toda sofocada. "Habrá que enseñar al perro a que los recoja él mismo...", contestó el agente con algo de sorna. El civismo conlleva un respeto al hábitat en el que nos movemos dado que la calle es de todos y para todos. No se trata de limpiar mucho y si de no “enmierdar”.

Cuando alguien por la calle te saluda con un cariñoso y amable "¡buenos días!", pensamos que dicha persona se ha equivocado porque no la conozco de nada. Ciertamente no es lo normal saludar con un "buenos días" o un "buenas tardes" a todo el que se cruza en nuestro camino –al menos en las grandes ciudades donde la etiqueta distintiva es el anonimato-.

Dicho tipo de conducta resulta sorpresivo, dado que no es habitual, máxime si tenemos en cuenta el acentuado individualismo en el que nos movemos. Está claro que vivimos en una sociedad irritada, egoísta donde cada cual va a lo suyo, donde respeto, cortesía, deferencia se han quedado como palabras obsoletas.

Vayamos a otro tendido. No sé si se han percatado del trajín que, a veces, montan los más pequeños en un restaurante o terraza donde, de forma reiterada, están molestando a las personas de su entorno, ante una mirada complaciente y distendida de los progenitores. Actitud que se les suele disculpar alegando que son niños llenos de vitalidad. Lo más que se nos ocurre es limitarnos a decirles suave y tímidamente que no deben molestar.

Si permitimos que el niño incordie a los que le rodean, si le reímos las chiquilladas que está montando, flaco favor le hacemos como educadores. Si dejamos pasar ese errático comportamiento se criará sin un sentido cívico de lo que se debe o no se debe hacer. Aunque no queramos, nuestra obligación de padres y como educadores es la de reprimir y reprender dicha conducta, dejando claro dónde deben estar los límites.

Vamos a otro tercio. A veces oímos decir que al hijo lo llevamos a la escuela para que lo eduquen. Craso error si pensamos y actuamos así. La educación se debe dar en casa y en la escuela se debe enseñar conocimientos pero sin olvidar, por supuesto, educarlo en valores, sobre todo los relacionados con la convivencia, la solidaridad y la empatía, etc., hacia el resto de compañeros.

La escuela aportará la necesaria explicación teórica para remachar lo que han recibido en casa. Eludir el compromiso de educar por parte de la familia es una traición hacia los propios hijos y hacia el resto de la sociedad.

Por más que familia y/o escuela se empeñen, tanto niños como adolescentes carecerán de conciencia cívica si no interiorizan que a su alrededor hay otras personas iguales a ellos y con los mismos derechos.

Hacer la vista gorda cuando el retoño molesta a los demás o reírle sus llamadas "chiquilladas" contribuye a viciar su educación, a que crezca falto de sentido cívico, pues estará convencido de que puede hacer lo que le venga en gana. Pero cuando, en un momento determinado, le repriman se sentirá frustrado y se rebotará contra todo tipo de reglas, vengan de donde vengan.

Hablo de valores cívicos, los cuales son básicos en una sociedad madura, educada en la libertad, en la responsabilidad y en el respeto al próximo (prójimo) como complemento para el desarrollo personal. Civismo que comporta una dosis de empatía sazonada con algo de afabilidad y consideración hacia el otro porque, en definitiva, la buena educación sólo exige respeto a los demás.

La educación nos moldea para convertirnos en sujetos dignos de respeto y sobre todo capaces de respetar. Y por cierto, la buena educación no es patrimonio de una clase social, es un valor y exigencia de todos.

Con especial cariño al personal de este diario digital por su labor abierta, 
plural en este campo difícil y manipulado de la des-información. 
A los lectores, por su fidelidad.

PEPE CANTILLO
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