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Historia de una ambición cotidiana

Nadie sabe con certeza cuándo o cómo ocurrió. El hecho es que el restaurante había cambiado. Es más, lo seguía haciendo, poco a poco, pero de forma perceptible para la heterogénea clientela que, cada día, se reunía allí para saciar algún que otro instinto primario.

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Entre charlas condifenciales, miradas disimuladas, gritos de júbilo, palmadas en la espalda y sonrisas de circunstancia se deslizaba una idea intrusa que terminaba por acaparar toda conversación, como esos temas insustanciales que adquieren relevancia cuando ya no hay nada de lo que hablar.

El restaurante había conocido tiempos mejores. Así lo atestiguaban las paredes revestidas de fotografías de personajes relevantes, obras de arte, láminas decorativas y trofeos de diversa índole que ahora adquirían ese incierto aire de decadencia del lustre deshecho por el tiempo y la desidia.

La calidad de la comida también se había resentido, las raciones eran cada vez más exiguas, la atención de los camareros más dispersa y la limpieza del local más ineficiente. Todas ellas razones suficientes para suscitar las quejas de una comunidad de comensales por otro lado fiel y, en cierto modo, conformista.

La batalla, sin embargo, se libraba tras la barra, en la cocina, en el almacen, en la oficina del gerente. El restaurante pertenecía a una franquicia presente en todo la ciudad, una cadena de establecimientos con identidad propia y cierta autonomía para conducir el negocio aunque con una dirección centralizada a la que rendir cuentas, todos por igual.

Un modelo, al fin, acreditado por el tiempo, quizás por la tradición u otro sentimiento emocional y a todas luces irracional de pertenencia, pero no exento de recelos por algunos de los franquiciados.

Como es obvio, no todos los establecimientos tenían las mismas ganancias, puesto que no todos los clientes gozaban de las mismas posibilidades económicas. Había restaurantes donde el producto estrella es el ceviche de atún con vinagreta de frutos rojos mientras en otro es el menú del día de potaje y pollo empanado.

Incluso las infraestructuras y decoración de los locales era diferente, siendo los del centro y las zonas residenciales de la periferia los más coquetos y elegantes, frente al estilo más funcional de los barrios obreros y suburbios colindantes.

La disparidad era una realidad apenas paliada por un concepto difuso de justicia e igualdad mediante el cual los restaurantes más prósperos contribuían al mantenimiento del resto, aunque fuese con electrodomésticos usados, sillas cojas y algún que otro camarero inútil, previa fianza y alquiler.

Cómo llegaron a ser precisamente esos los restaurantes más prósperos, cómo se produjo esa simbiosis perfecta entre espacio, tiempo y factor humano, ya es otra historia. Una historia que el gerente y los empleados de nuestro bar resume en esfuerzo e inteligencia, de sus predecesores, de la gente que cada día acude al lugar y puede permitirse pagar el ceviche de atún con cava. Por algo tiene que ser y por algo el resto no lo son.

Ahora, el ceviche ha perdido un poco de color, ya no es fresco. La época de las grandes comidas de empresas, de las reuniones familiares con vino reserva, de las cenas románticas a la luz de las velas ha pasado, incluso aquí. Y buscando el porqué, miran hacia la dirección de la franquicia; algo habrán hecho mal. Surge la pregunta; ¿por qué no lo hacemos nosotros? Llevar el restaurante, se entiende, que eso de robar no es novedad. ¿Por qué no ser nosotros nuestros propios jefes? La mayoría estuvo de acuerdo.

Y así se extiende la idea entre la clientela, como una causa justa, diáfana a cualquier entendimiento. Al fin y al cabo, quien quiere padecer el deterioro del servicio y la comida por las facturas acumuladas de otros restaurantes.

Se olvidan del coche de lujo del gerente en la puerta mientras los lavabos precisan de una reforma, o de la lámpara de araña que preside el salón a cuenta de un suplemento de entrada a todo cliente, a los no conocidos se refiere. Siempre es mejor confiar en el futuro, por mi ambiguo que sea, que recrearse en un presente miserable. Mejor soñar con el caviar que contentarse con el pan con tomate.

La historia no acaba aquí. No hay final, tampoco existe un comienzo definido. Como todas las historias del mundo. Es simple cambio a golpe de voluntad y asentimiento. La de unos regidos por la ambición de poder, pero de poder estafar, influir, actuar, alardear, emprender y deshacer (la diferencia entre el poder aplicado y el concepto abstracto es trascendental); el de otros acostumbrados a ser estafados, influenciados, engatusados e ilusionados para más tarde ser defraudados, de nuevo.

JESÚS C. ÁLVAREZ

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