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Niebla, Atocha

Cuando la vio le entró el pánico. En su mente solo cabía la escena de hacérselo en cualquier callejón donde no llegasen las escasas luces que iluminaban la estación aquella mañana. Solo alcanzó a ponerle por sorpresa su abrigo y decirle que las Navidades están para pasarlas con la familia y los amigos, no para coger una pulmonía. El gilipollas esperaba una sonrisa por su ocurrencia. Recibió un guantazo. No habían empezado con buen pie.

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"Perdona, pensé que tendrías frío". Esto fue lo único que pudo balbucear mientras se llevaba la mano temblorosa a la mejilla. Ardía.

—¿Qué te hizo pensar eso?

—Llevas muy poca ropa encima.

—¿Eso te incomoda? ¿Querías taparme por eso?

—No me incomoda, me gusta mucho, pero pensé que podías pasar frío, por eso intenté ponerte el jodido abrigo.

—Qué gentil y amable. No sabría qué hacer sin hombre como tú.

"Genial", pensó él. "Preciosa y sarcástica. Me ha tocado el gordo".

—Supongo que te las arreglarías muy bien.

"No lo pongas en duda", afirmó, mientras se colocaba con sumo cuidado el pelo detrás de las orejas. Tenía la extraña sensación de haber comenzado una partida de ajedrez con aquella desconocida. Tenía que ganar tiempo para ver el juego de su adversaria.

Creía que todo diálogo de nuestra vida era una eterna partida de ajedrez. Se tarda demasiado en mover ficha dado el tamaño del tablero. Sin embargo, poseía el convencimiento de poder ganar aquella mano en pocos minutos.

Hablaron de todo y de nada. Ninguno parecía dispuesto a compartir nada interesante. Llegó a pensar que le hubiese cundido más dejarse puesto el abrigo. Hacía una humedad en el ambiente, aún estando a cubierto en Atocha, que cortaba el cuerpo. En un momento dado, ella dio un giro a la conversación. "El café está bien para el desayuno, pero podrías invitarme a whisky".

No era lo más llamativo que una mujer pudiera decir a un hombre en una estación de tren, pero le dejó unos segundos en fuera de juego. Eran solo las nueve de la mañana. "Un poco pronto para mí", pudo decir mientras tragaba saliva.

—Lo de poner tiempo a las cosas es una gran gilipollez. Nunca es demasiado temprano o demasiado tarde. Todo es fruto de nuestra imaginación. De nuestra obsesión por poner leyes a todo. Nos hace sentir poderosos.

Sorprendido, afirmó: "Esa cita me suena". La carcajada hizo que aquella cafetería cobrase vida durante unos instantes.

—Debe sonarte. La saqué de tu último libro, Guillermo.

Paró de reir y cruzo las piernas. Jugada maestra.

CARLOS SERRANO
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