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Para siempre

Todo lo que ves es rojo y negro. Todo. Una oscuridad que no es ni fría ni cálida. Simplemente es oscuridad. Sin fondo, no es como si te hubieras quedado ciego, sino como si tuvieras delante una pared de la que no puedes apartar la vista. De vez en cuando hay un rayo que atraviesa la oscuridad. Te ciega, pero no ilumina nada.

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¿Será así para siempre? Te preguntarás mientras intentas mirarte las manos. Lo cierto es que no, que esto es sólo una parte del proceso. Que esos rayos rojos son parte de ti, de tus ojos por volver a ver. Y respiras hondo y recuerdas dónde estás y qué haces. Cierras los ojos y deseas volver a estar mirando esa taza que tanto te gusta.

Cuando abres los ojos la oscuridad sigue ahí pero ya hueles el café. Un sonido a tu izquierda te hace volver la cabeza, pero allí no hay nada. O tal vez no has girado el cuello, quién sabe, es difícil distinguir la derecha de la izquierda en la más completa oscuridad.

Entrasteis por los conductos de ventilación, como insectos. Meses mal comiendo para caber por las estrechas venas del edificio. Pero poner en riesgo tu vida tiene su recompensa. Porque entrasteis y pudiste ponerte manos a la obra con la misión mientras los demás se desperdigaban, alejando a todos los demás de tu posición.

Te escondiste, aprovechándote de nuevo de tu extrema delgadez. Sabías que no saldrías de esta, pero te apuntaste porque no había nada que pudiera hacerte más feliz que estar aquí, en ese momento.

Un rayo rojo, más intenso, vuelve a cegarte. Esta vez, tras recuperar la visión, sí ves lo que pasa a tu alrededor. Te has perdido en el programa. Entre tus manos tienes el virus que debías introducir en el sistema de la torre. Te preguntas qué ha pasado, pero entonces oyes de nuevo un sonido y sabes que es un disparo.

Sientes algo pegajoso en la sien y supones que es tu sangre. Tu cuerpo convulsiona y tu boca y garganta se ahogan. Con tus últimas fuerzas te arriesgas a hacer lo que nadie se ha atrevido. Todavía tienes la aguja que te conecta con la caja en el brazo.

Dices rápidamente los números, atragantado, y ves la oscuridad de antes. Sólo que esta vez sigues los rayos rojos y te metes de cabeza en el infinito. Ves tu propia muerte desde una cámara de seguridad y te parece hasta gracioso. El virus y tú sois uno. Quizás ahora, sin el envoltorio de la carne, seas capaz de guiarlo.

Quizá ahora vivas para siempre.

CARMEN SUÁREZ
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