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Juegometraje

Hay múltiples formas de plasmar cómo se va a desarrollar una historia en un juego o como se van a mover sus personajes dentro de los escenarios. Por poner un ejemplo esclarecedor, Mario Bros. en sus juegos principales salta, pero en otros se monta en un kart, manipula una raqueta de tenis o un palo de golf. Incluso en alguna ocasión, ha llegado a liberar tuberías de cangrejos y tortugas. Aunque esto último se ha quedado demasiado atrancado en el tiempo.

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Con este ilustrador caso, contemplamos algunos de los distintos mecanismos jugables posibles que puede presentar un videojuego. Pero, aunque joven aún, esta industria ha madurado en algunos aspectos como lo hicieran otras artes en su día y ha profundizado en sus opciones y mecanismos de mostrar mundos. Una de las más curiosas, procede de una extraña relación ilegítima, un escarceo nocturno con el séptimo arte, el mundo del celuloide.

Con esta inspiración, a veces retroalimentación y en contadas ocasiones directa fusión, no se ha recurrido a fortificar la estructura base planteamiento-nudo-desenlace de la narración, sino su plasmación directa.

Es decir, de nada sirve esta simbiosis si se logra crear una historia de reinos, traiciones e injurias, si a la hora de jugar –el elemento clave de un videojuego y que nunca debemos perder de vista- todo se basa en un avance lateral donde hemos de aplastar soldados.

Entre otras cosas, porque esta historia pasaría a un segundo nivel, quedaría relegado a mero maquillaje de relleno y estaríamos jugando a Super Mario Bros. cambiando los Goombas y champiñones por mercenarios y lanzas. Algo habría que disimular.

Para evitar este fraude y decepción, el videojuego ha obtenido las fórmulas de narración del argumento, pero también sus vías de plasmación mediante el juego. Y su duración, que las horas mínimas en otras generaciones oscilaban entre 20-30 horas, siendo un milagro que ahora se superen las 25.

Franjas horarias disfrutables a un lado, esta fogosa y actual relación entre ambos productos llamémoslos “culturales” no ha dejado vacío el espacio reservado en todas las materias para la crítica. A veces, juntarse con el malote de la clase puede ser divertido, pero cuando te has metido en un problema hasta te apetecería haberte quedado en casa estudiando.

Los estudios que no han tenido claros los límites de este lazo cine-videojuego cuando han desarrollado un título, con frecuencia han acabado dando algún que otro patinazo destacable.

Cualquier novela gráfica podría servir para analizar este fenómeno, así que por empezar a poner cara a este fenómeno cabría traer a la palestra a la saga de El Profesor Layton. Esta franquicia ha mejorado su historia, haciéndola más espectacular y atractiva que en las primeras partes, pero su método de juego, la resolución de puzles, ha envejecido de peor forma y pide a gritos una revisión.

Un caso semejante se da en Last Window: El secreto de Cape West, continuación del notable Hotel Dusk. El ya difunto Cing se centró en mejorar la fluidez de su historia, delegando la dificultad, original y diversión de sus acertijos a un segundo plano. El resultado fue una secuela que no alcanzaba la notoriedad de su capítulo previo.

No obstante, no puede hablarse de desequilibrios relativos a esta unión sin mencionar a los integrantes de Quantic Dream. Con pocos trabajos en su haber, se han alzado con la fama tras su primer gran trabajo, Heavy Rain. O al menos, el primero famoso.

Drama, romance y pinceladas de thriller son algunos de los ingredientes de este juego, donde hay demasiado de película… y demasiado poco de juego. Planos fílmicos, guión típico de Hollywood –con su final también prototípico- y escenarios elementales de la Historia del Cine roban el protagonismo a una diezmada jugabilidad, donde las trifulcas se reducen a la sucesión de los botones correctos que aparecen en pantalla y una escasa amplitud de movimientos, todos ellos indicados en pantalla. Se creerán que todos somos protagonistas de algún slapstick.

Como llovieron las críticas por esta pobre forma de materializar los movimientos, que rozaba lo insultante, decidieron enmendarse con su segunda gran obra, Beyond: Dos almas. Sin dejarse a un lado las pulsaciones cansinas de botones, dentro de un espacio delimitado, se permitió al jugador tener una relativa libertad de movimientos. O la sensación de que la había, que viene a ser lo mismo.

Curioso es este caso que peca del otro lado de la balanza. De nuevo se bebe del cine con total descaro y desparpajo: los protagonistas son interpretados por los geniales Ellen Page (Juno) y William Dafoe (El Gran Hotel Budapest), así como el recurso a técnicas tan requeridas por este mundo como el flashback o el flashforward. Sin embargo, el guión languidece en comparación con Heavy Rain.

La amargura, tensión, en definitiva: la emoción que transmitían las secuencias de Ethan Mars y el resto de compañeros de reparto no alcanzan las cuotas alcanzadas por Jodie Holmes en Beyond. Quizás en parte porque es bastante más fantasiosa y ficticia.

Por el contrario, paradójicamente y ante el asombro que puede ocasionar conocer esto sobre el papel, es más divertido jugablemente. Se controla a un único personaje, pero con mayores posibilidades.

Sin embargo, Heavy Rain permite manejar a cuatro personajes idénticos, cuya única diferencia real es el punto de vista de cada uno –la forma de moverlos es completamente idéntica- y con una restricción más elevada.

Aunque en la gran pantalla se vean cintas como Gamer o Rompe Ralph, que hacen suyos los procedimientos del videojuego, así como una gran cantidad de software que se inspira en el mundillo de las cámaras, este noviazgo no termina de cuajar. Se llevan bien, van a todos sitios juntos y se quieren, pero tienen formas de pensar muy diferentes sobre su futuro. Ahí es cuando llegan las peleas y los productos que no son tan provechosos como pudieran serlo.

Rompiendo una lanza a su favor, a un ritmo sosegado, podemos ver cómo se van tirando campos en común y se alcanza un estado de sosiego donde ambas fracciones salen bien paradas. Las simbiosis óptimas cuestan obtenerlas, por ello hay que trabajarlas. Seguro que a la primera ave que desparasitó un búfalo le costaría lo suyo que éste accediera.

SALVADOR BELIZÓN / REDACCIÓN
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