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Pequeños tiranos (I)

Cada cierto tiempo, saltan a los medios de comunicación noticias en las que leemos que niños o adolescentes, en el colegio o instituto, han agredido a sus profesores o profesoras de distintas maneras. Y lo que es peor aún, en ocasiones se han visto reforzados por el apoyo que han recibido de sus padres, que les han justificado o apoyado en estas conductas.

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Este deplorable panorama, que refleja la indefensión en la que se encuentra el profesorado, como producto de la carencia de autoridad dentro de una sociedad altamente permisiva, puede llegar, de un modo u otro, a conocerse, puesto que se manifiesta en un lugar público. Sin embargo, hay otras formas de violencia que estos pequeños tiranos la ejercen sin que salga a la luz pública, ya que se desarrolla en el ámbito doméstico.

Sobre este tipo de conflictividad se buscan las causas, las razones por las que los menores llegan a insultar, vejar o ejercer la violencia física contra sus padres, o uno de ellos, convirtiendo la vida de estos en verdaderos calvarios.

Para situarnos, tomo el comienzo de un artículo publicado en el diario El País y que tenía como objetivo la presentación del libro Los hijos tiranos. El síndrome del emperador del que fuera autor Vicente Garrido, psicólogo criminalista y profesor titular de la Universidad de Valencia.

“Son pequeños tiranos, niños que desde pequeños insultan a los padres y aprenden a controlarlos con sus exigencias, hasta convertirse en una pesadilla para ellos. Cuando crecen, los casos más graves pueden llegar a la agresión física. Este tipo de violencia contra los padres, oculta por la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad de los propios progenitores, comienza a ser un fenómeno cada vez más visible. Los padres están desbordados, no saben qué hacer con estos niños”.

Sobre este fenómeno hay dos posturas que pueden complementarse, pero que, en ocasiones, se presentan como contrapuestas. La primera de ellas sostiene que fundamentalmente la agresividad es algo aprendido y consecuencia de comportamientos que son el resultado de actitudes negligentes de los padres. Es la que sostienen la mayoría de los psicólogos y docentes, tal como defiende Javier Urra en su libro El pequeño dictador. Cuando los padres son las víctimas.

Así, el que fuera primer Defensor del Menor en España, entre los años 1996 y 2001, con respecto al niño o el joven que acaba convirtiéndose en un pequeño tirano dentro del hogar, nos dice lo siguiente:

“Se maltrata a nuestros jóvenes cuando no se les transmite pautas educativas que potencien la autoconfianza, ni valores solidarios y, a cambio, se les bombardea con mensajes de violencia. Se les maltrata cuando se les cercena la posibilidad de ser profundamente felices y enteramente personas”.

Es decir, que antes de ser un constante provocador, ese niño ha vivido carencias significativas que han reforzado ciertas tendencias que tendrían que haber sido corregidas desde la más tierna infancia.

Más adelante, Javier Urra continúa: “En la actualidad, el cuerpo social ha perdido fuerza moral: desde la corrupción no se puede exigir. Se intentan modificar conductas, pero se carece de valores”.

Una vez descritos algunos aspectos esenciales que deben considerarse e inculcarse en el seno de la familia: el valor de educar, la transmisión de cariño y afecto, la firmeza en una autoridad racional y la enseñanza en edades muy tempranas en los derechos y deberes que todas las personas debemos asimilar, hay que atender a esos valores en su dimensión social y que dan cuenta del tipo de sociedad en la que vivimos.

Bien es cierto, como apunta este autor, que “algunos padres no ejercen su labor, han dejado en gran medida de inculcar lo que es y lo que debe ser. No tienen criterios educativos, intentan compensar la falta de tiempo y de dedicación a los hijos tratándolos con excesiva permisividad”.

Tal como he indicado, la educación que se recibe en el seno de la familia se debe complementar con la que aporta en la sociedad en la que se vive. Y ahora uno se pregunta: ¿Qué tipo de valores transmiten en la actualidad nuestras instituciones y los cargos que la ejercen cuando vemos que la corrupción, la mentira, el engaño y la hipocresía están al orden del día? ¿Acaso se le puede pedir a la ciudadanía un comportamiento ejemplar cuando el desaliento cunde ante el triste espectáculo que ofrecen quienes tienen poder económico, institucional o representativo?

No me cabe la menor duda de que cada vez se hace más difícil formar en valores como la justicia equitativa, honestidad, el respeto, la verdad, la tolerancia, la solidaridad, etc. Y sin embargo, es imprescindible la educación en ellos, puesto que no son bellas palabras a las que podemos acudir de vez en cuando, sino comportamientos que, caso de practicarse, consolidan relaciones sociales y familiares que dan sentido a nuestras vidas.

Lo expuesto nos sirve de preámbulo necesario para entender esos comportamientos agresivos de los que he hablado, y que, en el fondo, manifiestan la ausencia de valores afianzados en los sujetos con comportamientos violentos.

Sobre esta temática, como en otras anteriores, me he apoyado en mi experiencia investigadora en las aulas a partir de los trabajos gráficos realizados por estudiantes de Primaria y Secundaria. Y para que veamos algún ejemplo, he acudido a seleccionar algunos dibujos que nos ilustran cómo se perciben a sí mismos aquellos que se convierten en dictadores dentro del propio hogar.

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Dada la importancia de este tema, he dividido en dos partes el trabajo, de manera que esta ocasión presento el dibujo de J., estudiante de 12 años, trazado en la clase cuando se les pidió a todos que realizaran el dibujo de la familia.

Como podemos observar, comienza por él mismo, como signo de autoridad y de afirmación personal. Le sigue su hermano en tamaño muy pequeño, y que, tal como apunta detrás de la lámina, es “muy malo”. Le sigue, más alejada, su madre. Finalmente, y en cuarto lugar, aparece un padre empequeñecido, sin importancia y sin ninguna significación para el autor del dibujo.

Queda claro que J. se ve a sí mismo como un personaje grande y agresivo, acudiendo a la estética de los mangas para retratarse con todos los atributos de los protagonistas de las artes marciales. Como detalle significativo, el autor había escrito que su padre le había regalado una moto de motocross.

No es necesario indicar que el que un padre le haga este tipo de regalo a un hijo al que no es capaz de controlar y con el fin de “ganárselo” no deja de ser una manifestación de haber perdido la autoridad que tenía que haber ejercido con su hijo desde que era pequeño. Con todo, en el fondo, su hijo lo menospreciaba, tal como se manifiesta palpablemente en este trabajo.

Este es uno de los errores en los que incurren padres y madres que no han ejercido la autoridad responsable que deben emplear con sus hijos desde que son pequeños: pueden acabar siendo víctimas de los mismos cuando han crecido y se encuentran impotentes para intentar modificar unas conductas que ya se vuelven insoportables.

AURELIANO SÁINZ
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