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Una sociedad laica

Ser laico no es ser antirreligioso y menos aún anticristiano, tampoco anticatólico ni ateo o agnóstico. Es más, se puede aspirar a vivir en una sociedad laica y ser creyente. Quienes intentan equiparar el laicismo con cualquier “anti” es que pretenden confundir y engañar para impedir que la propuesta de laicidad, siempre esgrimida de forma razonada, llegue e interese a la gente.

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Jamás el laicismo se postula desde la imposición, el dogmatismo o la fuerza, como han hecho, hacen y seguirán haciendo los que profesan cualquier religión. Cualquier religión, repito, porque todas procuran extender su tutela al conjunto de la sociedad y no se conforman con sermonear a los feligreses que voluntariamente se acogen en su seno.

Una sociedad laica respeta por igual todas las religiones y, evidentemente, también a los que se consideran laicos. Ninguno de esos grupos disfrutaría de privilegios ni recibiría más apoyos que los que se conceden a cualquier colectivo social de variada índole: cultural, deportivo, benéfico, ecológico, etc.

Tratarlos a todos por igual es la única manera de reconocer la libertad que tiene cualquier persona para creer, pensar, opinar y conducirse según las convicciones que estime oportunas, sin que nadie pueda imponer su modo de vida al resto. El único límite a esa libertad es la ley, el cumplimiento con la legalidad vigente.

España se declara “aconfesional” en la Constitución. Es el término escogido para, sin ser un estado laico, seguir conservando los privilegios que disfruta la confesión católica. Ello va en contra de los derechos que asisten a las demás confesiones y, sobre todo, a los que desean que ninguna de ellas tenga consideración estatal, por entender que la religión –todas las religiones, insistimos- buscan inculcar su moral y su modelo social al conjunto de la sociedad, y no se limitan con predicar a sus seguidores desde los púlpitos.

Pretenden influir en el tipo de familia, en los usos y costumbres sociales y hasta en las leyes. La jerarquía eclesiástica de cualquier religión dominante en un Estado, sin ser elegidos por nadie, cuestiona y tutela la labor de los representantes civiles elegidos democráticamente por el pueblo en la regulación de la convivencia común. Tal intromisión religiosa en los asuntos civiles es inaceptable en una sociedad sana, democrática y laica.

Una sociedad laica permite que cada cual se comporte como quiera, que adore al dios que quiera, que practique los ritos que quiera y que regule su vida según los catecismos que quiera, siempre y cuando respete la ley y respete al prójimo, quien también tiene derecho de hacer lo que le apetezca.

La persona laica no se considera en posesión de la Verdad, pero el creyente sí lo cree y percibe como equivocada cualquier discrepancia. Y en vista de la disparidad de opiniones y creencias, lo más sensato y ecuánime, también lo más constitucional, sería dejar que todos piensen lo que quieran, sin que nadie imponga a los demás sus creencias y opiniones. Ni por supuestos imperativos históricos, ni tradicionales, ni por ser mayoría social, ni por nada que contravenga a la razón y la Constitución.

Sería fácil criticar a las religiones. Ya lo hizo hace siglos el filósofo Heráclito de Efeso (540 a.C.) cuando comprendió el mundo en que vivía: “Este mundo, el mismo para todos los seres, ninguno de los hombres ni de los dioses lo creó, sino que fue, es y será siempre fuego, siempre vivo, que se enciende y se apaga con medida”.

Pero no se trata de eso, no se trata de cuestionar a nadie, sino de convivir en igualdad –ateos, laicos y creyentes-, dejando a la religión su ámbito, el que le corresponde: el ámbito personal e íntimo de las personas, no una norma legal de obligado cumplimiento que mediatiza y controla el comportamiento de todos los ciudadanos, sean creyentes o no.

Por ello, apoyo la iniciativa por una sociedad laica que impulsa Andalucía Laica, un movimiento que forma parte del grupo Europa Laica en nuestra Comunidad, donde se articula, a su vez, como grupos territoriales en función del ámbito geográfico de actuación (Sevilla Laica, Córdoba Laica, Jaén Laica, etc.), y comparte su preocupación por erradicar el confesionalismo que impregna a la sociedad española, mediatizando la esfera política, la vida civil, la educación, la sanidad (prohibición del aborto) y hasta la cultura.

Entre sus objetivos figura conseguir la separación “real”, no sólo formal, del Estado y la Iglesia, a fin de evitar que ninguna religión imponga sus creencias, su moral y sus dogmas al conjunto de los ciudadanos.

Ni funerales de Estado presididos por un crucifijo, ni capellanes castrenses en los cuarteles, ni colegios públicos obligados a impartir religión, ni centros católicos subvencionados con fondos públicos, ni juramentos civiles sobre la Biblia, ni exenciones económicas o fiscales a ninguna Iglesia, ni, por supuestos, intromisiones religiosas en las decisiones políticas. Nada de ello puede seguir consintiéndose en una sociedad laica y en un Estado aconfesional.

Entre otras razones, porque el laicismo se entiende como un principio asociado a la democracia y la razón, que persigue la defensa del pluralismo ideológico, la libertad y la igualdad real, jurídica, política y social de todos los ciudadanos para evitar que ningún grupo imponga sus creencias y sus valores sobre el resto.

No se deben aceptar amenazas de excomunión, acusaciones de blasfemia o anatema en asuntos de la esfera pública y civil por parte de ninguna supuesta autoridad religiosa. Tampoco se debe aceptar el adoctrinamiento religioso en la enseñanza pública ni la presencia de símbolos religiosos en actos civiles ni en instituciones públicas. El ámbito religioso debe quedar circunscrito a la esfera íntima y particular de quien profese cualquier creencia.

Una sociedad laica es aquella que se declara ajena de toda influencia religiosa, pero que respeta la libertad de cada cual a guiarse por cualquier convicción y creencia. En ella, tan digno y respetable es un ateo como un cura, permitiendo que cada uno de ellos se conduzca de acuerdo con sus opiniones, sin recibir por ello ningún privilegio por parte del Estado. Es lo más justo.

DANIEL GUERRERO
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