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Así nos hacen ir, está claro

En todo este tiempo que hemos hablado de videojuegos, se han tocado temáticas muy diversas y dispares. No obstante, hay un asunto mítico, casi legendario, que no habíamos tratado por evitar caer en la redundancia, lo manido e incluso insípido: la naturaleza –o no- del videojuego como arte y/o producto natural. Pues bien, ha llegado el momento de cuestionarnos si esta cualidad es intrínseca o no, perteneciente o no por derecho a este tipo de ocio. Electrónico además, oiga.

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Pero la fecha de este encuentro no la hemos puesto nosotros, sino que nos la han impuesto. O mejor dicho, el dibujante satírico Antonio Fraguas de Pablo, mucho más (re)conocido como Forges, ha sido quien nos la ha impuesto.

Se preguntarán qué ha hecho este excelente autor para que pongamos el punto de mira sobre él, así como él ha depositado su atención sobre este pequeño mundo. La “gallina o el huevo” de esta polémica surge tras el éxito cosechado por Destiny, uno de los shooter más esperados de los últimos años. No era para menos, teniendo detrás al equipo de desarrollo Bungie.

En este juego hemos de explorar una galaxia completa –contando planetas como Marte- en los que se desarrollan ciertas misiones que debemos solventar a base de disparos. Este título ha logrado recaudar un total de 380 millones el mismo día de su puesta en venta, lo cual, todo sea dicho de paso, es un mérito en absoluto baladí.

Ante las noticias emergentes alrededor del revuelo que ha suscitado todas estas ventas, Forges no queda impasible y responde a la calidad de “producto cultural” que deciden otorgarle varios medios de comunicación al juego. Su opinión, queda reflejada en la imagen que acompaña a este texto. Es en ese momento cuando cientos de personas se levantan y enfurecen contra esta figura.

Al principio, vamos por partes. Al ver la tira, se puede interpretar que lo que se quiere decir es que los videojuegos “matamuch” como dice el artista –se podría entender como los títulos basados en pegar tiritos- no deberían tener la categoría de producto cultural.

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Aunque no se comparta, podría ser comprensible: a priori, poco de artístico tiene hacer uso de un arma para acabar con enemigos. Reservoir Dogs, la primera obra de Quentin Tarantino, no cesa en el uso de armas de fuego y se considera una de las mejores películas del Séptimo “Arte”. Pero todo es discutible e incluso aceptable. Venga, va, que no pasa nada.

Luego indagamos más. Acudimos a su cuenta de Twitter y vemos el comunicado alto y claro: “Los videojuegos, ¿producto cultural?”. Esas palabras son las que rezan el tuit de Forges, por lo que queda bien claro: para él, los videojuegos se reducen al mero entretenimiento. Ya sería cuestión de entrevistarse con él para saber si los considera o no dañinos, cosa que aún se conserva sustentada en el aire.

Pensamientos como el del dibujante no son extraños, e incluso a ratos son comprensibles. Al inicio, cuando los Hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo, el cine no se trataba de un mero entretenimiento de las altas esferas. Nadie hubiera elevado jamás Viaje a la Luna de George Méliès a la categoría de arte, donde se disputaban el puesto obras como La Gioconda o El Jardín de las Delicias del patrio El Bosco.

El videojuego, como industria, como producto democratizado a las masas, llegó en torno a la década de los ochenta del siglo anterior, con el aterrizaje de nombres como Pac-Man o Super Mario Bros. Estamos pues ante una industria muy joven, con mucho que aportar, muchos frentes que batallar y que, cada vez, está más integrado en la sociedad.

No pequemos de demagogos. El porcentaje de personas que ve en el videojuego, como poco, un pasatiempo sano es cada vez mayor. De hecho, en los años noventa se llegó a insinuar que los niños que jugaran con estas consolas acabarían poseídos por el demonio. Hasta tal punto llegaba el rechazo a los videojuegos.

A fecha de hoy nos reímos, sí, pero en su día, el temor hacia este hobby fue mayor aún “gracias” a las cuatro tonterías destiladas por aquellos que no le habían dedicado ni cinco minutos tan siquiera.

El videojuego, en su cómputo, es arte. Y por tanto, debido a esta condición, debe ser valorado como producto cultural. Claro está, que no todos los juegos pueden gozar la misma condición de ensalzamiento artístico, al igual que no todas las películas pueden ser obras de relevancia cultural.

No es equiparable la calidad de Journey o del ya analizado en este periódico The Unfinished Swam con la que puede ofrecer artísticamente Angry Birds o cualquier Tekken. Tampoco tiene el mismo mérito de elaboración Cinema Paradiso que Los Mercenarios 3 y ambas se consideran arte por el mero hecho de ser películas, de ser cine.

Si cabe alguna duda sobre la labor que hay tras un juego, podríamos acudir a Assasin´s Creed II, por citar un ejemplo. Detrás de la obra de Ubisoft hay una labor de indagación sobre el estilo de vida y edificios de las ciudades italianas del Renacimiento.

También hay un esfuerzo de –agarraos, que vienen tormentas- dibujantes que crean personajes y escenarios recreados posteriormente a ordenador. Sin contar la labor de diseñadores, actores de doblaje, traductores y el resto del equipo que puede tener una producción triple A actual.

Hacer un videojuego es un trabajo arduo, complicado, que puede llevar años de documentación y elaboración. No hablamos ya de un producto como Space Invaders, de fondo negro y cuatro píxeles que se mueven lateralmente en una pantalla.

El videojuego, quizás, tenga camino que recorrer en su maduración –especialmente a nivel narrativo, muy similar a los usos de la cinematografía- pero, desde luego, ha evolucionado mucho desde que comenzó su andadura.

Ni requiere menos trabajo que escribir un libro, ni que pintar un cuadro, componer una balada o grabar un filme. Transmite emociones con sus historias como lo hacen todas las distintas ramas artísticas.

A nivel visual y sonoro embelesa y agrada tanto como un cuadro de Jackson Pollock o la Gymnopedia de Eric Satie. Así pues, con todo esto dicho, ¿qué diferencia hay entre Flower de thatgamecompany y El Show de Truman de Peter Weir? Nada más que una mera idea preconcebida de que los videojuegos sólo son un divertimento matamarcianos destinados a los niños.

Así no nos va. Así nos hacen ir los prejuicios y la ausencia de indagación. Que ese sí que es un mal endémico de nuestro país: disparar y preguntar después.

SALVADOR BELIZÓN / REDACCIÓN
FOTOGRAFÍAS: LOWON / FORGES
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