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Jesús C. Álvarez | Nuestros muertos

Son tantas las tragedias que asolan cada día el mundo que el mejor remedio es ignorarlas. No podemos sentir miedo o angustia telediario tras telediario. Por ello nos volvemos selectivos. No es lo mismo un terremoto en Pakistán que en Lorca. O un asesinato indiscriminado en EEUU que en Birmania. Es una cuestión de proximidad, ya sea geográfica o sentimental.



Los medios de comunicación nos ayudan en la tarea, e incluso hacen por nosotros la equivalencia tácita del dolor que debemos sentir entre unos muertos y otros, o nos alivian cuando, nada más informar acerca de un atentado, un tsunami o un accidente de avión, incorporan la nota aclaratoria “no hay españoles (u occidentales) entre las víctimas”.

Así que claro que no es lo mismo el atentado de París que las decenas de ataques terroristas ocurridos en los últimos meses en Líbano, Irak, Afganistán, Egipto o Siria. Francia está aquí al lado, es Europa, Occidente. Nos sobrecogemos con las atroces imágenes de los asesinatos, guardamos minutos de silencio, teñimos nuestra imagen de perfil de Facebook con los colores de la bandera gala. No es hipocresía, es miedo. Terror a un nosotros amenazado. Son, al fin y al cabo, nuestros muertos.

Tras la desgracia nadie habla de justicia, sino de venganza. Por eso aparece el presidente francés en televisión con rostro iracundo prometiendo que no habrá piedad con los asesinos. Y todos aplauden. Porque nadie entiende que el asesinato de esas más de ciento treinta personas inocentes sea un acto de guerra y no un mero ataque irracional de una banda de terroristas sin escrúpulos.

Francia está en guerra, pero no ahora, sino desde hace meses, cuando decidió bombardear posiciones del Estado Islámico en Siria, matando a sus soldados, sí, pero también a hombres, mujeres y niños inocentes incapaces de escapar de una guerra civil enquistada en el tiempo.

La violencia funciona de acuerdo a la fórmula acción-reacción. No se trata de averiguar quién golpeó primero sino en romper la dinámica. En 2001, cuando EEUU sufrió los atentados del 11 de septiembre, George Bush y su equipo de gobierno decidieron reaccionar con más violencia. Ocuparon Afganistán, encarcelaron y torturaron a personas sin pruebas y convirtieron Irak en un polvorín. Madrid y Londres padecieron las consecuencias.

Lejos de aprender la lección, en 2011 se acaba con Libia y se juega con Siria. Precisamente es en cada uno de los países intervenidos donde los grupos terroristas se hacen más fuertes, pues aquí la desesperanza, el odio y las posibilidades para comerciar con la muerte son también mayores.

Decía Johann Galtung, el mayor experto en estudios de la paz, que esta “no se alcanza a través de la seguridad, sino que la seguridad se alcanza a través de la paz”. Tras los atentados de París esto suena a chiste. Al igual que muchos creyeron que era un chiste la propuesta de Manuela Carmena de entablar negociaciones con el Estado Islámico o la de José Luís Rodríguez Zapatero de potenciar ahora más que nunca la Alianza de Civilizaciones.

Ahora sólo queremos ver cazas bombardeando un desierto, como hace 14 años, cuando hay cuestiones mucho más importantes como saber quién vende las armas a los terroristas (la industria mundial la controla casi en su totalidad EEUU, Rusia, Alemania, Francia y Reino Unido), con quiénes comercian éstos para vender el petróleo o cuáles son los aliados que los están financiando.

La idea de acabar con el terrorismo de corte islamista mediante las armas es como la de atrapar aire con las manos. No se trata de un Estado como tal, con un ejército estable y unas infraestructuras fijas, sino de un sentimiento identitario que haya su fundamento en el odio a Occidente y en la falta de oportunidades de sus seguidores en todo el mundo.

Francia se encamina hacia otra guerra sin fin. Y lo hace porque seguimos sin ser capaces de ver más allá de nuestros muertos, los únicos que nos importan, hasta comprender que la violencia tan sólo genera más violencia en un circuito eterno de tragedia e incomprensión.

JESÚS C. ÁLVAREZ

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