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Gonzalo Pérez Ponferrada | Cuando el hombre fue feliz

Hace unos diez mil años, el ser humano vivía de la recolección de frutos silvestres y de la caza de animales. En aquellos tiempos no existían las diferencias sociales. Todos recibían los mismos alimentos y vivían de la misma manera. Esos grupos humanos que se constituían en bandas de unas cien personas vivían en una organizada subsistencia donde todo tenía el mismo valor.



Fue la sociedad más igualitaria de la que el género humano disfrutó nunca. La relación entre aquellos hombres era de reciprocidad para la subsistencia del grupo. Las viandas conseguidas se repartían entre todos hasta que las reservas se acababan y se volvía a buscar nuevos alimentos.

Así convivió el hombre con sus semejantes durante miles de años, digamos que unos 120.000 años. Al contrario de lo que se nos dice en la actualidad, fue en aquellos días cuando la humanidad vivió sus mejores tiempos de ocio. Ahora hay que trabajar como mínimo 40 horas semanales para poder subsistir y trabajar hasta los 67 años.

Los cazadores recolectores de la Edad de Piedra dedicaban al trabajo 15 horas semanales, es decir, dos horas al día. Esa sociedad se acabó cuando el hombre supo que podía domesticar a los animales y a las plantas, y sobre todo, cuando comprendió que también podía domar a sus propios semejantes.

Con el Neolítico llegó la agricultura, la ganadería y los poblados se asentaron a la orilla de los ríos. A partir de la sedentarización vinieron las desigualdades sociales y la explotación de unos hombres sobre otros.

El primer individuo que se enriqueció y se aprovechó de la fuerza del trabajo de los demás fue un tipo aparentemente generoso. Era un hortelano. Fue el primer agricultor de la historia que tuvo un buen año de cosecha. Repartió sus excedentes con los suyos en una gran comilona colectiva. Invitó a todos los de su aldea y se ganó el prestigio de ser una persona buena.

Con el tiempo ese hombre benefactor convenció a todos para que los excedentes del poblado se guardaran en su granero para después redistribuirlos y aprovecharlos de la mejor manera posible. Eso parece que funcionó al principio. Solo al principio.

Los descendientes de aquel hombre bueno heredaron aquella actividad y se convirtieron en los hechiceros de la tribu para que el grano guardado fuera bendecido por los dioses. Fueron los tutores espirituales y los distribuidores de las riquezas del poblado.

Con el paso del tiempo todo el mundo olvidó que aquellos excedentes pertenecían a la colectividad. Y el hechicero y propietario del granero fue el guía. El dueño y señor del poblado. Los que una vez fueron libres se convirtieron en esclavos, y el jefe fue su amo. Así surgieron las riquezas particulares. Y ahí comenzó la desigualdad.

Por eso, amigo lector, recomiendo que te cuides de los hombres buenos y generosos que ofrecen tu bienestar común sin pedirte nada a cambio. No te fíes de ellos, y mucho menos, de sus hijos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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