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Daniel Guerrero | ¿Y ahora qué?

Tal y como deseaban sus organizadores, sabedores desde el principio de la ilegalidad de la convocatoria y de la no validez de su resultado, se celebró por fin, el pasado 1 de octubre, el simulacro de referéndum en Cataluña para que los ciudadanos de aquella región decidieran supuestamente si preferían seguir siendo una comunidad autónoma de España o independizarse y convertirse en una república.



Toda la tramoya montada al efecto, elaborada intencionadamente para mantener una permanente movilización ciudadana en torno a una consulta que, carente de rigor en sí misma por no cumplir ninguno de los requisitos exigibles e inútil para pulsar la opinión de los catalanes dada la inexistencia de un censo fiable ni de control de la participación, sería tomada en cualquier caso como punto de partida, que no de llegada, por los secesionistas e interpretada como expresión inequívoca de la voluntad del “pueblo” catalán por la independencia.

Una jugada maestra de propaganda y relato publicitario que acabó como tenía que acabar, como una parodia, más trágica que cómica, de participación democrática y que sirvió para enfrentar y dividir a los catalanes y, por extensión, a los españoles. Fue una mera excusa.

Parapetado tras la legalidad, el Gobierno hizo todo lo posible, jurídica y policialmente, por impedir el simulacro de consulta, con resultado desigual, y desbaratar los planes de la Generalitat de crear una legalidad autóctona que derogaba y sustituía a la constitucional y amparaba sus iniciativas rupturistas con el Estado.

La confiscación de las papeletas y material impreso y demás actuaciones policiales por desarticular logísticamente la realización del referéndum, en paralelo a la ofensiva judicial contra los responsables y colaboradores de la consulta (imputaciones a funcionarios, consejeros, alcaldes y particulares dispuestos a participar en su organización), no impidieron totalmente que ésta se celebrase en medio de una situación excepcional de mucha tensión, en la que el uso de la fuerza fue necesario para cerrar algunos locales públicos utilizados para la consulta, levantar barricadas instaladas por los simpatizantes de los independentistas (tractores, barreras humanas...) y suplir la inacción de la policía autónoma, los Mossos d´Esquadra, que hizo dejación para cumplir la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de impedir la apertura de los centros electorales.

Mientras tanto, el Govern catalán se afanó en representar normalidad en una jornada electoral, que no contaba con sindicatura electoral ni sistema informático que controlara el proceso y la participación, y desarrollada, en definitiva, sin garantías que avalaran un mínimo de rigor a la consulta. No era su propósito.

Independientemente del resultado de una encuesta tan informal, la Generalitat perseguía con denuedo la imagen de un “pueblo” al que se le impedía expresar el “derecho a decidir” su relación con España. Y esa representación cumplió las expectativas, hasta el extremo de que así fue interpretado por los medios de comunicación del mundo entero. Basta con ver las portadas.

Nada más cerrarse los colegios electorales, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, declaró a través de la televisión que el Estado había hecho fracasar el proceso, haciendo prevalecer la democracia y el respeto a la ley. Brindó diálogo dentro la ley y en el marco del Estado de Derecho para restablecer la normalidad institucional y la convivencia.

Al poco, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, hizo lo propio para afirmar lo contrario: que el referéndum había sido un éxito, a pesar de la brutalidad policial, y que, respetando la voluntad expresada en las urnas, pondría en marcha la ley del referéndum para que el Parlament declare unilateralmente la independencia de Cataluña.

Consumado, pues, el temido “choque de trenes”, cabe preguntarse: ¿Y ahora qué? ¿Qué va a pasar ahora con un Gobierno enrocado en el cumplimiento estricto e innegociable de la legalidad y un Gobierno regional empeñado en saltarse la ley para lograr su independencia, sin ningún pudor de actuar en abierta desobediencia y sin miramientos a la hora de respetar un mínimo de rigor ni garantías que validen sus iniciativas?

Pero, sobre todo, sin que ninguno de esos gobiernos, central y autonómico, le importara jugar con los ciudadanos, utilizándolos por un lado como escudos humanos para alcanzar objetivos políticos inconfesables mediante la persuasión emocional, y, por otro, menospreciando los deseos de una parte considerable de los catalanes por expresar en libertad su opinión sobre la relación de su Comunidad con España. ¿Qué se va a hacer para restablecer la convivencia entre los catalanes y entre Cataluña y España?

Consumado el desafío y el enfrentamiento visceral, queda la política, queda la pedagogía social y política para encauzar el conflicto por vía del diálogo y la negociación tendentes a articular una solución definitiva, que nunca satisfará por completo a las partes, al problema territorial de un país que engloba sentimientos encontrados pero también un vínculo cultural e histórico compartido.

Hay que restablecer puentes basados en la confianza y la lealtad institucional, con respeto democrático a la ley y al marco de un Estado de Derecho constitucional, que den respuesta a las inquietudes de muchos catalanes, incluyendo a esa mayoría, la que ha sido ignorada hasta ayer, que no es independentista, ni violenta, ni sectaria.

Probablemente, ni Rajoy ni Puigdemont podrán ser interlocutores válidos para entablar este diálogo con obligación de entendimiento y de alcanzar acuerdos, pero, si verdaderamente confían en la democracia y en las leyes como dicen, deberán dar paso a las personas capaces de restablecer la convivencia entre todos los españoles y de luchar por la libertad y el bienestar, no solo de Cataluña, sino del conjunto de la población, atendiendo a las demandas y necesidades de unos y otros.

Antes que emprender huidas hacia adelante que solo sirvan para agudizar el enfrentamiento, hay que abrir un período de reflexión que permita la búsqueda de cauces pacíficos que, con respeto escrupuloso a la legalidad, posibiliten la construcción de un país en el que todos podamos sentirnos cómodos y representados, sin privilegios ni exclusiones.

Un país habitado por personas, cada cual con su idiosincrasia y sentimiento identitario, comprometidas con el progreso y el bienestar del conjunto, en paz y libertad, y dispuestas a combatir los grandes y graves problemas que nos aquejan al margen de banderas y diferencias.

Un país en que nadie roba a nadie, salvo los corruptos que roban a todos los ciudadanos sin distinción, y en el que no hay opresión ni menoscabo de derechos más que los convenidos y regulados por una democracia que todos nos dimos para ser iguales al amparo de la Constitución.

Tampoco distingos excluyentes ni privilegios que invaliden las distintas sensibilidades e particularidades a las que se les profesa respeto en el marco de un Estado de Derecho, Social y Democrático, homologable a la cualquier democracia de nuestro entorno.

Queda, en fin, una gran tarea que requiere hombres desinteresados y con altura de miras, líderes generosos y con visión de futuro, ajenos a las expectativas partidistas y los réditos inmediatos. Dirigentes que, desgraciadamente, no alcanzo a distinguir entre los que conforman el panorama político actual. Ahora queda todo por hacer. Queda la política.

DANIEL GUERRERO
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