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Gonzalo Pérez Ponferrada | Secuestro

Estoy en una habitación muy oscura. Sólo se percibe un breve rayo de luz que proviene de la cerradura de la puerta. Dos hombres me están golpeando por todo el cuerpo con bates de béisbol. Caigo al suelo. Me sangra la cabeza. Así, maniatado y mal herido, me dejan abandonado y se van.



No sé cuanto tiempo he estado inconsciente. Al despertar estoy en la misma posición. Atado a una silla y tirado. Una de las heridas provocada por la paliza que me han dado sangra. Es una lenta hemorragia que me entumece los miembros.

Los dolores del cuerpo me tienen aturdido y me impiden recordar el momento de mi captura. No sé quién me ha secuestrado y qué motivos tiene. No soy rico, no pertenezco a ningún clan político. Ni siquiera he votado en las anteriores elecciones.

Ha pasado un tiempo, no sé cuánto. Ellos han vuelto. Mis captores se aprovechan de la penumbra de la habitación. Se permiten el lujo de ir con la cara descubierta porque no los veo bien. Les preguntó por qué estoy retenido y no me contestan. Me hablan de asuntos sin ningún interés y esa actitud me confunde mucho más.

La violencia la sufro en el momento más inesperado. Uno de ellos se acerca a mí y me clava una aguja larga y gruesa en la pierna. Mientras lo hace, se queja de la carestía de la vida y de sus deudas. La oscuridad no me ayuda a ver su rostro. Intento imaginar la cara que puede poner una persona cuando te clava en la pierna un punzón mientras se queja de sus facturas.

Llevo ya unos días sufriendo todo tipo de vejaciones. Nunca pude descifrar la verdadera naturaleza del ser humano. No comprendo cómo se puede causar daño a tus semejantes sin sentir la más mínima empatía.

Hace tiempo fui testigo de un asesinato en masa. Pude comprobar en directo la capacidad criminal de los seres humanos. Fue en el año 1991 en Bosnia y Herzegovina cuando estuve colaborando como cooperante en una ONG de Naciones Unidas. Trabajé fundamentalmente en Mostar, aunque estuve en muchos frentes. También viví unos meses en el cerco de Sarajevo.

Vi a mucha gente sufrir y morir, pero la imagen que me llevaré a la tumba, que más me impactó, fue en Velika Kladusa, un pueblo de unos 14.000 habitantes situado en el extremo noroccidental del país. Mataron a mucha gente. Yo estuve allí y comprobé la capacidad carnicera y asesina de los hombres.

Las victimas se congregaron desordenadamente en la plaza del pueblo. Parecía una reunión dominical. Estaban frente a la mezquita. No entendía la resignación de aquellas personas. Permanecían calladas y quietas. Esperando el tiro mortal. Sin revelarse, sin huir. Jóvenes, niños, amas de casa, ancianos, un panadero, una mujer embarazada... Todos esperaban con entereza su sacrificio.

El que los masacraba era un tipo delgado, con movimientos toscos y aspecto muy vulgar. Los asesinos no tienen cara de asesinos. En otro momento te podrías haber encontrado al matarife en la cola del cine y no te habrías fijado en él. Ahora mis ojos estaban clavados en su mano. En la pistola que cercenaba las vidas de seres totalmente inocentes.

Iba tranquilamente disparándoles a la cabeza, de uno en uno. Las víctimas caían al suelo como muñecos de trapo ensangrentados y con la mueca de la desgracia dibujada en sus labios. El asesino los eliminaba igual que si matara a perros. No puedo describir su frialdad. Cuando terminó, se acercó a un camión militar, sacó un par de cervezas y se las bebió allí mismo. Delante de los cadáveres aún calientes.

Me es imposible saber hasta dónde puede llevar el instinto criminal a un ser humano. Realmente no lo sé.

No he comido nada desde que me trajeron aquí. Calculo que llevo retenido más de tres días. Únicamente me han dado de beber unos zumos amargos.

Para no enloquecer intento refugiarme en pasajes felices de mi vida. Vuelvo a viajar con mis hijas a París. Me veo en El Campo de Marte jugando con ellas. Recuerdo Lisboa y las caricias de Amelia. Los paseos con ella por las viejas calles del barrio lisboeta de Alfama.

Me veo en Lanzarote tirado boca arriba en la playa de Famara. Las olas rompen en la orilla y me mojan todo el cuerpo. Miro hacia arriba, al cielo, intentando encontrar entre las nubes a mi ángel de la guarda para que me salve de esta pesadilla.

Desde que estoy encerrado sé lo que es el miedo. Hasta ahora no tenía ni idea de lo que significaba vivir en el terror. Cuando estás en manos de alguien que te ha anulado y que te está maltratando vives en un estado de conmoción permanente. Esperas que el segundo siguiente sea tu propio final. No sabes cómo va venir pero intuyes que tu muerte está próxima. El concepto de tiempo cambia.

Cada segundo es una eternidad, pero a la vez, cada hora pasa por tu mente con suma fugacidad. Se vive en alerta constante y el pánico es el único agente que te transforma en un vigía que vela por su propia vida.

Ahora viene un verdugo nuevo que me lee un comunicado reivindicando la libertad de sus compatriotas. No sé de qué me habla. Denuncia la opresión que ha sufrido un país que no conozco y me hace firmar una carta pidiendo la libertad de su pueblo. Después de la rúbrica le pregunto si me soltarán y si me van a taponar la hemorragia que lentamente me está matando.

No obtengo ninguna respuesta y el verdugo me vuelve a dejar solo. La puerta se vuelve a cerrar y la oscuridad envuelve a mis dudas. Durante estos tres días no he podido mover las manos porque las tengo atadas.

Sigo tendido y desangrándome en el suelo, en la misma posición; con la silla pegada a mi espalda y con todos los desperdicios de mi cuerpo al lado.

Pasan las horas y me vuelvo a quedar dormido. Estoy soñando. Un solo vocablo se enreda en mis alucinaciones. Es la palabra en la que tanto énfasis se leía en el comunicado: "libertad". La libertad suena muy bien en las mentes de todos los seres humanos. Es el derecho más sagrado que continuamente quebrantamos utilizando su nombre. Es la palabra que llevamos en la bandera. La utilizamos sin empacho, para violar y para matar.

Despierto del sueño gritando y deseando que alguien me rescate como en las películas. Grito desaforadamente pero nadie me oye. Ya solo me queda esperar, y pedir a mis captores, cuando regresen, que me dejen morir solo.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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