Por supuesto –querida María del Carmen y querido Pepe– por culpa de esta dichosa pandemia, echo de menos los besos. Fijaos cómo, desde aquel beso que dimos a nuestra madre tras el primer sorbo de leche nutricia no hemos parado de besar para expresar, de manera directa, los sentimientos más nobles y los mensajes más inefables.
Y es que el beso es, sin duda alguna, el lenguaje corporal más primitivo, el más universal y el más expresivo. Se ha practicado de forma habitual en todas las civilizaciones y, de maneras diferentes, lo empleamos en todas las épocas de nuestra vida. Besamos la mejilla para saludarnos, la mano en señal de respeto, la frente como manifestación de ternura, los pies como demostración de pleitesía y los labios para transmitir la entrega apasionada.
Sí –en mi opinión– el beso es un lenguaje dotado de singular vigor expresivo y comunicativo. Posee mayor fuerza que los demás gestos y, a veces, que las palabras. Recordemos que la prosa nació del verso; el verso del canto y el canto del grito.
Pero, como dicen los darwinistas, el grito partió de aquel gruñido mediante con el que algunos simios trataban de imitar los sonidos de la naturaleza: el gorgoteo del agua, el silbido del viento, el chasquido de los cuerpos o el fragor de las fieras.
Cada uno de aquellos gruñidos se ha transformado en palabras dulces o profundas, de igual forma que algunos de los salvajes mordiscos del primer hombre han terminado siendo delicados besos. Esta interpretación, sin embargo, solo es válida si aceptamos que la evolución fue posible cuando este gesto instintivo se llenó de significados emocionales, cuando sirvió para transmitir sentimientos nobles de respeto, de admiración y, sobre todo, de cariño.
Aunque la voz humana, enriquecida con matices y adaptada a las variaciones de los sueños, de las imágenes, de los deseos y de los temores, es el vehículo privilegiado de la comunicación, tengo la impresión de que el lenguaje más directo sigue siendo el del beso.
Fijaos cómo esos besos ritualizados que, aunque entre nosotros poseen unos valores simbólicos, siguen conservando unas resonancias afectivas y psicobiológicas asociadas a la intimidad, al placer del contacto, a las fantasías inconscientes y al valor social que les otorgan las diferentes sociedades.
Se ha usado desde tiempo inmemorial como gesto amable de bienvenida y de despedida, o como signo de lealtad entre los líderes políticos, como sello de paz entre contendientes, como muestra de devoción a imágenes, estampas u objetos sagrados.
Ya sé que algunos besos rutinarios, fríos y vacíos carecen de sentido, pero me preocupan más aquellos otros besos que, carentes de generosidad y de respeto, regresan a su origen animal y son expresiones desenfrenadas de feroz egoísmo, esos que sólo manifiestan unos sentimientos primarios de animales hambrientos o asustados.
Me acuerdo, por ejemplo, de los besos de la Mafia que, además de reconocimiento pueden significar la muerte, pienso también en el traicionero beso que Judas dio a Jesús de Nazaret, o en los besos de Satán que conducen a la condenación. Efectivamente, algunos besos son asesinos, chantajistas y estafadores. Hoy me despido de todos ustedes dándoles un respetuoso ósculo de amistad y de paz.
Y es que el beso es, sin duda alguna, el lenguaje corporal más primitivo, el más universal y el más expresivo. Se ha practicado de forma habitual en todas las civilizaciones y, de maneras diferentes, lo empleamos en todas las épocas de nuestra vida. Besamos la mejilla para saludarnos, la mano en señal de respeto, la frente como manifestación de ternura, los pies como demostración de pleitesía y los labios para transmitir la entrega apasionada.
Sí –en mi opinión– el beso es un lenguaje dotado de singular vigor expresivo y comunicativo. Posee mayor fuerza que los demás gestos y, a veces, que las palabras. Recordemos que la prosa nació del verso; el verso del canto y el canto del grito.
Pero, como dicen los darwinistas, el grito partió de aquel gruñido mediante con el que algunos simios trataban de imitar los sonidos de la naturaleza: el gorgoteo del agua, el silbido del viento, el chasquido de los cuerpos o el fragor de las fieras.
Cada uno de aquellos gruñidos se ha transformado en palabras dulces o profundas, de igual forma que algunos de los salvajes mordiscos del primer hombre han terminado siendo delicados besos. Esta interpretación, sin embargo, solo es válida si aceptamos que la evolución fue posible cuando este gesto instintivo se llenó de significados emocionales, cuando sirvió para transmitir sentimientos nobles de respeto, de admiración y, sobre todo, de cariño.
Aunque la voz humana, enriquecida con matices y adaptada a las variaciones de los sueños, de las imágenes, de los deseos y de los temores, es el vehículo privilegiado de la comunicación, tengo la impresión de que el lenguaje más directo sigue siendo el del beso.
Fijaos cómo esos besos ritualizados que, aunque entre nosotros poseen unos valores simbólicos, siguen conservando unas resonancias afectivas y psicobiológicas asociadas a la intimidad, al placer del contacto, a las fantasías inconscientes y al valor social que les otorgan las diferentes sociedades.
Se ha usado desde tiempo inmemorial como gesto amable de bienvenida y de despedida, o como signo de lealtad entre los líderes políticos, como sello de paz entre contendientes, como muestra de devoción a imágenes, estampas u objetos sagrados.
Ya sé que algunos besos rutinarios, fríos y vacíos carecen de sentido, pero me preocupan más aquellos otros besos que, carentes de generosidad y de respeto, regresan a su origen animal y son expresiones desenfrenadas de feroz egoísmo, esos que sólo manifiestan unos sentimientos primarios de animales hambrientos o asustados.
Me acuerdo, por ejemplo, de los besos de la Mafia que, además de reconocimiento pueden significar la muerte, pienso también en el traicionero beso que Judas dio a Jesús de Nazaret, o en los besos de Satán que conducen a la condenación. Efectivamente, algunos besos son asesinos, chantajistas y estafadores. Hoy me despido de todos ustedes dándoles un respetuoso ósculo de amistad y de paz.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO