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Antonio López Hidalgo | Escribir desde el cielo

Le pregunto a Yoko que cuándo volveré a verla. Y ella me responde desde Japón que no tiene un avión para poder saltar de un continente a otro. La covid-19 ha provocado la suspensión de muchos vuelos internacionales. Me dice también que no tiene plumas. Es decir, que no es un pájaro para poder cruzar los cielos y entrar por la ventana. 




Alguien podría pensar que esta segunda excusa es prescindible o que, en sí misma, solo es una broma. Pero no. Cualquiera de nosotros ha soñado alguna vez que volaba. En realidad, volar siempre fue el más amado e inalcanzable sueño de la humanidad. Ya Miguel Ángel mataba los minutos muertos pintando alas y alzando la mirada al cielo intuyendo que el vuelo sería algún día, más que un sueño roto, una realidad tangible.

Antes que el avión, el ser humano ya celebró la marcha lenta e interrumpida de los primeros automóviles cuando avanzaban con dificultad por las primeras carreteras desplumando el vuelo desvariado de tantas gallinas como se tropezaban a su paso. 

Igual ocurrió unos años más tarde cuando los primeros aviones aterrorizaban a tantas bandadas de pájaros que no entendían cómo aquel intruso de metal se atrevía a violar y a compartir su paraíso celeste y, desde más abajo, nosotros no alcanzábamos a comprender cómo era posible tal milagro suspendido en el aire.

Stefan Zweig recuerda en El mundo de ayer el optimismo con que recibían en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial al aviador francés Louis Blériot cuando realizó el primer vuelo a través del Canal de la Mancha, y cómo el júbilo era tal que en realidad parecía el homenaje a un héroe nacional. Y añade Zweig: “Los triunfos de la tecnología y la ciencia, que se sucedían hora tras hora, habían construido por primera vez un sentimiento europeo de comunidad, una identidad europea. Qué inútiles eran las fronteras, nos decíamos, si cruzarlas era un juego de niños para cualquier avión”.

Muy pronto, el escritor, que siempre espía estos inventos inusitados de la humanidad para cambiar su vida, también los aprovecha para mirar el mundo desde otro ángulo, con la sospecha certera de que detrás de la distancia abierta entre el cielo y la tierra siempre la manera de observar permite crear nuevas narrativas para contar el mundo. 

El periodista sevillano Manuel Chaves Nogales no pudo escapar a la fascinación que le provocaba el vuelo de estos pájaros artificiales en mitad de un cielo aún por descubrir o desbrozar. Su experiencia la contó en el libro La vuelta a Europa en avión, en unos años en los que la aviación nadaba en sus albores y la seguridad en lo alto de estos inventos aéreos era toda una aspiración con muy poca base científica.

Pese a todo, Chaves se sentía a gusto observando el mundo desde las nubes. Y escribió: “El tiempo es aviador y hay que hacerse un poco aviador. Una buena butaca y un cigarrillo a dos mil metros de altura, en el interior de uno de esos confortables aviones modernos, puede transformar la estética contemporánea más hondamente que cien polémicas a ras de tierra”. 

En efecto, él quería mirar el mundo desde arriba para contarlo desde una nueva perspectiva, para describir con detalle que, desde la tierra monda y lironda, nadie es capaz de percibir o escudriñar el mundo en su total plenitud. 

Así lo percibe Chaves: “El paisaje lo ha ido construyendo -interpretando- el hombre a lo largo de los siglos, según su visión puramente horizontal. Pero visto ahora vertical u oblicuamente, el viejo paisaje del terrícola repugna a la mirada del aviador. El mundo es feo desde arriba: feo y mezquino”. Más adelante, añade: “En un viaje aéreo, lo primero que salta a la vista es la despoblación. Pasan bajo el aeroplano kilómetros y kilómetros de corteza terrestre sin un vestigio de vida, y se tiene la impresión de estar volando sobre un planeta deshabitado”. Ahora, si viviera, y observando de nuevo el mundo, igual cambiaba de opinión.

Pronto, los pilotos de aviación, cansados o sorprendidos de observar la corteza terrestre desde las nubes, entendieron que su mejor escapatoria para entender la vida sin vértigo consistía en descifrarla con palabras. La escritura les llevó inevitablemente a un género concreto, la fábula, y a describir el vuelo a su modo y manera o a inventar y viajar por otros planetas. 

Richard Bach describió su obsesión por la perfección del vuelo en Juan salvador Gaviota. Por su parte, El principito es una narración corta del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, que trata de la historia de un pequeño príncipe que parte de su asteroide a una travesía por el universo, en la cual descubre la extraña forma en que los adultos ven la vida.

No sabemos con precisión en qué momento el ser humano dejó de mirar el paisaje desde la ventanilla del avión y metió en la aeronave su zona de confort para no perderse a miles de kilómetros de casa. Maluma, el famoso cantante colombiano, rompió a llorar, tiernamente emocionado, cuando recibió su primer avión privado. La noticia, claro está, dio la vuelta al mundo a través de las ondas, se entiende. 

Rosa Montero escribió al respecto: “Vaya imbécil, pensé cuando lo leí. Y luego, también, qué ingenuo, porque fue él mismo quien publicó las imágenes en las redes, alardeando de pajarraco y de lágrimas sin darse cuenta de la penosa impresión que producía”. La periodista advierte que el precio de un jet privado como el suyo oscila entre 20 y 22 millones de euros, “un lujoso derroche del que resulta obsceno vanagloriarse”, denuncia.

El avión del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, no tiene nada que envidiar al de aquel tonto de la canción. Desde hace dos años, intenta desprenderse de él como símbolo de austeridad. En realidad, fue una promesa electoral. La aeronave, un Boeing 787-8 de lujo, comprada por el expresidente Felipe Calderón y estrenado por Enrique Peña Nieto, costó 7.500 millones de pesos (unos 187 millones de euros. Un avión así no lo tuvo Barack Obama, ni lo tiene Donald Trump. 

De los 242 pasajeros que admite este modelo, dejaron espacio solo para 80 personas. Cuenta con una habitación especial para el descanso del mandatario, así como con servicio de Internet, comunicación vía satélite y sistemas antiespionaje. Sin entrar en más pormenores.

Un día, no sé cuándo, el ser humano dejó de mirar por la ventanilla del avión el mundo que dejaba allí abajo, para tenderse en el colchón hecho a su medida y soñar otro mundo mejor fabricado y a su medida desde las nubes. Ese día, los pájaros sintieron un alivio conmovedor en todas las esquinas del mundo porque, cuando el hombre duerme, el mundo se desbarata y se ordena y se equilibra a sus espaldas. 

Cuando el hombre descuida el planeta, la covid-19 se arrastra por todas las rendijas de nuestra existencia. Es ahí cuando supimos, o nos obligaron a entender, que ahora bandadas de pájaros espían y vigilan los hangares atestados de aeronaves sin servicios que cumplir ni océanos que cruzar. 

Hay una celebración oculta en el planeta que no ayuda a que entendamos que la vida hay que cambiarla sí o también. Porque no nos conformamos con mirar desde arriba la vida que dejamos atrás, sino que instalamos nuestra zona de confort en el mismo aire a varios kilómetros de altura. Y es ahí, precisamente, cuando la aeronave se tropieza con vientos cruzados y se precipita inexorablemente hasta el vacío, que es el presente.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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