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Antonio López Hidalgo | Amando a deshoras

Ahora que sabemos que los años miden el transcurrir de nuestro paso por la tierra, hemos aprendido que la vida no se mantiene solamente respirando y apurando un día tras otro, como si fuera un plato puesto a la mesa presto a consumirlo.


Ahora sabemos que la vida también no es solo la vida, sino también los sueños que alimentamos y nos alimentan, los días que fulminamos con la conciencia despierta de que el transcurrir del tiempo es inevitable y que los momentos que nunca llegaron a suceder también forman parte alienable de nuestras biografías. Acaso sin la memora de todos aquellos proyectos que nunca llegamos a realizar, la vida se nos muestre más precaria y soez.

Hace unos días volví a reencontrarme con Julio Cortázar, el escritor argentino de quien tanto aprendí y con quien tanto reí y lloré. Esperaba sus últimos títulos como el enfermo adicto que busca en la farmacia un fármaco que le aplaque el dolor por resolver. Alguien que anda por ahí, Un tal Lucas, Queremos tanto a Glenda, Deshoras. Y las recopilaciones de artículos sobre Nicaragua y Argentina que publicó póstumamente. Porque la muerte, como acostumbra, le sorprendió en 1984, cuando éramos tan jóvenes para perder a nuestros maestros del alma.

Lo he leído y releído tantas veces que pensé, hace unos días, que ya estaba curado contra tanta ternura e imaginación y maestría. Tanta tensión en un cuento, tanta hondura, solo poniendo los sentimientos de par en par, abiertos en canal y expuestos en páginas enfrentadas, en un mundo en el que tantos escritores cultivan su oficio como si sus vidas fuesen signos encriptados, como si sus vidas pudieran alimentarse ajenas al dolor que nos amenaza cada día.

Leo Deshoras, el relato titulado igual que el libro que lo contiene, publicado en 1984, el último o uno de los últimos libros que nos regaló el escritor argentino y, al leerlo o releerlo –la memoria miente como cualquier escritor profesional–, encuentro mi vida hecha añicos y la de quienes conozco, el recuerdo de una mujer que nunca supimos por qué no compartimos más días juntos, mientras otra, que habitaba aquellos días con la sombra de quienes ya no somos, nos saca de un sueño entrecruzado con un sopapo que es una llamada de alerta, la conciencia de que tal vez nos equivocamos, la certeza brusca de que se ama con el cerebro y no con el corazón y la sensación ineludible, como ya contó Gabriel García Márquez, de que el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.

De manera que nos encogemos en nosotros mismos, agazapados en un lado oscuro de una de estas habitaciones con la pretensión inconcebible de que es entre estas paredes donde siempre quisimos estar. Pero no es así. Y si hay alguna duda, solo podemos, antes de mirarnos más adentro para contrastar estas sensaciones, volver a leer a Deshoras de Julio Cortázar, para saber y certificar que nunca nos equivocamos, sino que, más bien, no supimos corregir el error, ni poner luz a nuestras sombras, ni tuvimos fuerzas ni valor para cambiar la rutina que abriga nuestras noches.

Cualquiera lee a Cortázar pensando que el argentino habla de él mismo, y ahí erramos. Porque los buenos escritores localizan su mal y universalizan sus secuelas, que, por supuesto, también son nuestras. Sospechamos en esas páginas que la existencia esconde un ángulo gris que nos es propio, pero que negamos cuando el sol alumbra el mediodía y la vida brilla por sí sola, aunque ningún fuego pronostique su eterna incandescencia.

Así que leyendo estas páginas he visto no solo mi vida, sino nuestras vidas, arañadas por el paso del tiempo, huyendo del cataclismo, intentando recomponer la porcelana rota. Pero ahí también hay una belleza tímida en el recuerdo agazapado, en esa posibilidad efímera que ofrece la noche cuando el frío habita las calles y toda existencia.

Conservo un libro de Pablo Neruda firmado por Gabriel Celaya y otro de Julio Cortázar firmado por Gabriel García Márquez. Sé ahora por qué. Neruda ya había muerto, y también Cortázar. Así que suplí sus ausencias con la de Celaya y la de Gabo. Supe, en definitiva, que eso es la vida. Que la pesadilla que nos devora, la suplimos con quimeras que no están a nuestro alcance. Donde las tinieblas tienden sus velos inexorables es contra aquellas decisiones que no guardan coherencia con nuestras sensaciones más primitivas.

Leyendo a Cortázar, cualquiera sabe que, mientras ella te habla de proyectos inútiles, otra mujer habita tus recuerdos. Pero yo he aprendido que da igual, siempre y cuando una mujer pueda suplir a otra por muy diferentes que sean. Como quien conserva libros de un escritor que ama, dedicados por otro escritor que también ama. Pero si quien firma este libro no alcanza la altura de tu alma, tal vez sea mejor salir a la calle y gritar a todo pulmón que la vida sigue valiendo la pena. Y no volver nunca adonde estabas.

Es más. Si nos acogemos al puro significado de las palabras, deshoras o a deshoras, es el tiempo o momento inoportuno. Fuera de razón o de tiempo. En Bolivia, curiosamente, es nombre femenino: mujer que es amante o querida de un hombre. De ahí la expresión: “Anoche durmió con su deshora”.

Andar soñando a deshoras es lo ordinario. Vivir a deshoras nunca es el diagnóstico idóneo para un horario desbarajustado, tampoco para una vida que, sin pretenderlo o sin saberlo, se nos escapa por los descosidos inconexos de cada amanecer.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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