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Antonio López Hidalgo | La vida desde adentro

La vida, como todo buen ciudadano sabe o debería saber, hay que mirarla desde adentro, aunque los ojos proyecten su mirada al exterior. A la vida por dentro se le ven los descosidos, como a los trajes, pero en esos trasuntos inexplicables o sin importancia encontramos las cicatrices que propone la belleza exterior.


Desde afuera los cuerpos y los edificios son hipnóticos y hechiceros, pero vistos desde adentro tanto los submarinos como un coche cualquiera o la parte trasera de un frigorífico, esconden las tripas del movimiento y de los encuentros, de los sonidos que armonizan una melodía, de la voz sin dueño que todavía suena en la radio tanto tiempo después.

Por afuera se expone la belleza y por adentro cómo puede y debe brillar esa belleza. Alguien aprieta un botón y el limpiaparabrisas vuelve a mostrar el paisaje secuestrado por la lluvia, alguien prende el interruptor de la luz y la bombilla se enciende, alguien pulsa en el teclado palabras inconexas, aunque el resultado luego sea un poema embaucador.

La moneda tiene cara y cruz. La hoja, as y envés. La vida, según el ángulo desde dónde se observe, muestra los intestinos o la piel bronceada de una muchacha. Dos mundos contrapuestos y complementarios que ponen en marcha una maquinaria perfecta de seducción. Vemos en la imagen que ilustra este texto las cicatrices de una cúpula incógnita. Alguien se pregunta qué nos es común a esta imagen inaudita, qué catedral acoge esta altura de luces ya apagadas.

Un día de fiestas, Jes Jiménez, cansado de fotografiar la naturaleza y las urbes, opta por adentrarse en las bambalinas de la Navidad, así que no encuentra mejor escenario que un árbol cargado de bombillas de colores, una estética asimilada por todos en las plazas de cualquier ciudad. Él no se conforma con la estética exterior, así que decide levantarle la falda al árbol de Navidad expuesto al público en Las Rozas. Adentro salta el flash y la Navidad muestra su otra cara: un mundo enigmático tan perturbador o más que el exterior. El vientre inventado de este árbol artificial estaba ahí. Solo faltaba la mirada para que cualquiera se apercibiera de esa otra lectura.

La vida tiene tantas o más capas que la cebolla. Las capas de la cebolla son limitadas y fácilmente traducibles a números matemáticos. La vida, por el contrario, tiene tantas capas o más, según el cerebro sepa acercarse. El corazón, no se olvida, solo es un órgano necesario para respirar. El cerebro, por el contrario, viste abrigo de lobo de mar y capitanea el barco con prudencia y arrojo en mitad de cualquier tempestad. Desde afuera, la vista es estética y también es dolor.

Desde adentro, la maquinaria es compleja y de vida efímera. Pero, eso sí, imprescindible para poder interpretar el paisaje exterior. El cuerpo humano, como los andamios de un árbol navideño, solo muestra cables que comparten e intercambian órdenes externas que iluminan plazas y calles en esas y otras fiestas. El ser humano, para engrandecer sus actos, conmemoraciones y otros eventos, lo llena todo de luz, porque la luz apaga las sombras y disuelve las dudas.

Cuando miramos solo la parte exterior de los objetos solo vemos la belleza impuesta, el equilibrio que nos venden dispuesto para envolver, la estética fabricada que esconde, como el huevo, la yema y la clara que no se ven y alimentan. Adentro, aunque nunca se sabe, el azar ofrece la sorpresa, la sospecha infundada, la catástrofe ineludible. En la capa oscura de todo objeto y de cualquier paisaje encontramos una etiqueta que no muestra marca ni precio.

Porque el interior es una incógnita incluso para quienes inventaron el artefacto que nos quieren vender: el jarrón de China, la escultura de terracota, el vidrio biselado de una botella, los falsos ingredientes de un pastel vegetal o de cualquier otro producto, los grados inevitables de un whisky de precio inasequible, el vinilo inolvidable de aquellas canciones imperecederas que morirán con nosotros. O que ya murieron y que renacen con nosotros cada vez que escuchamos la melodía de otra vida que entonces recordamos como si fuese otra vez nueva.

La falda de un árbol de Navidad esconde, por adentro, tantos milagros como el de los Reyes Magos, y otros milagros menos meritorios pero que sin embargo han logrado sobrevivir al paso de los años y de los siglos y aún perviven entre nosotros cada vez que muere un año y otro nace. Cualquier infraestructura esconde en sus enaguas industrializadas una trampa y alguna que otra fascinación, un activador que mueve un molino o un motor, que enciende una pantalla o una plaza cualquiera.

Eso sí: todo se enciende y todo se apaga después. Cuando los invitados abandonan la fiesta, solo quedan los descosidos que hicieron posible el milagro. Pero las vísceras nunca fueron plato de cenas exquisitas. Cuando las luces se apagan, dejan entrever el fastidio y la rutina. Y nadie se pregunta quién recogerá la alfombra roja que en cada gala se pone a los pies de cualquiera.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
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