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HG Manuel | La fotografía (XLV)


–Es singular la coincidencia… –musitaba, lo repetía, con rítmicos golpecitos en la nariz.

Un pequeño desconchón, de humedad, en la raya del techo, sobre la ventana, me entretuvo. Nadie, en la improvisada reunión parecía tener prisa.

–¿Ustedes creen en el alma? –nos soltó de repente.

La profesora y yo compartimos el momento, el estupor.

–Yo, no –aseveró–. La vida es energía, pura energía que la materia destila. Pero nace un problema: el Principio –se detuvo por si surgía discrepancia. No la hubo–. ¿Qué fue antes? Si conciliamos o soslayamos esta contradicción, ceñidos tan solo a nuestro concreto problema, me permitiría afirmar que, aquí, en este pequeño ámbito, la habitación, se ha producido una simbiosis entre alma y materia, como sin duda sucede, en otra escala imaginaria, entre lo particular y lo infinito. Si el espacio es curvo se quiere decir que en su expansiva fluidez elástica la línea recta no existe, por más que los ojos y los sistemas de medida lo nieguen –detenía la exposición para verificar que no pedíamos ripio–. Es un ejemplo que se me ocurre, y sigamos suponiendo. Por exposición a una digamos anomalía en la frecuencia de la onda luminosa –nos indicó furtivo la estática pupila de la ventana–, el alma deshace su envoltura: estallan los tejidos, las fibras que la contienen, y esta dispersión en onda de sus partículas aborda las ondas del cosmos: vibran y viajan integradas en la gran materia, única materia; proceso similar al de arrojar una pizca de arena al movimiento dunar en el desierto o añadir una gota al ímpetu ondular del océano o armonizar una nota de violín con la insondable sinfonía del cosmos. En definitiva: entre dos dimensiones todo puede ocurrir. Si esto les suena poético, objetaré que Darwin no prescindía de Milton; y no es una comparación, tranquilícense, no está aquí en juego la cordura.

–Imagen móvil de la eternidad, diría Platón que es el tiempo. Participamos en ella con nuestra porción, pequeña, particular. –intervino la profesora.

–Me agrada, y agradezco, su atención –afirmaba el profesor.

–En lo que dice… Yo también he captado ese, diría, desvanecer… –y lo figuró abriendo, como impulsadas por diminuto estallido, sus delicadas manos.

–Puede que un soplo cósmico –prosiguió, y asentía, el profesor– haya cruzado esta habitación y arrebatado, a lomos de la luz, siempre la luz, lo único que aquí palpitaba…

–¡Jolín! –ese fui yo.

–Ahí, en lo escrito por Castilla, he creído entender la descripción de un proceso. Desvanecimiento… sí, yo también emplearía este verbo –se dirigía a la profesora.

–Lejos del arrebato –se sonreía ella, con reiteradas cabezaditas de asentimiento–, sus palabras me traen a la memoria la Seinsfrage, la pregunta por el ser, de Heidegger. ¡Perdón, perdón por mi frivolidad! –se llevó una mano al pecho, con la manga se cubrió la boca y tosió–. Lo siento. He pretendido, mera intuición, dar un sentido distinto, nada de ontología, aportar un matiz que… Olvídelo, por favor.

–Fíjense, he recordado… –se llevó un dedo a los labios el profesor Segura y escudriñaba la sensación pazguata, de atonía, resignada a la tarde, que se había instalado en mi cara–, durante mis tres horas largas de coche, un caso extraño, similar, diría, al que nos ocupa. Sí, podría serlo –trataba de convencerse–. La inexplicable desaparición, irresuelta, de un prestigioso neurofisiólogo mejicano, académicamente formado en Estados Unidos, autor de numerosos libros, estudioso de la parasicología, admirador del chamanismo… No, disculpen –se interrumpió, mano en alto, como el urbano que ha decidido parar el tráfico–. No quiero alargar esta reunión sumando historias; aunque… y por último, sí resaltar mi asombro. ¿Comprende por dónde quiero ir? –se dirigía a la profesora.

–Sí, usted quiere hechos y también yo –respondió ella–. Pero no los hay.

–Un sinsentido, efectivamente –admitió él.

–Pero no es creíble –amagó con enfadarse, consigo misma, la profesora–. Tiene que haberlos. Nuestro Castilla, pesa, tiene volumen. Sufrió el pasado, sufre el presente y sufrirá el futuro. Perdón por lo de «sufrir», educación cristiana, ya saben. Ocupa su lugar en el mundo, como todos nosotros. Lo siento, no soy muy original –rebuscó en su bolsa, sacó un pañuelito muy bien doblado, lo desplegó y se sonó con fuerza–. ¡Ah!, tengo la nariz irritada –se quejó.

–Desde que usted habló con el señor Castilla por última vez –me dirigía a la profesora–, mis indagaciones concluyen en lo mismo: nada. Sus pasos se han borrado, o al menos no he sabido encontrarlos.

Doña Elvira me lanzó una mirada feroz, pero se arrepintió enseguida.

–Todas estas divagaciones, hablo por mí, naturalmente –intervino el profesor–, son… circunloquios, ambages a la verdad. A tenor de los datos, es lo que puedo decir. Pero donde hay humo hay fuego, como afirma el dicho, quería resaltarlo. El caso es que no sabemos por qué surgió ni donde está ni si todavía arde; pero, los componentes… no sé, están en esos folios… –señalaba la carpeta amarilla–, en esa fotografía. Justo en la transición de algo que se continúa sucede el cambio, su momento. ¿Y si en él, exactamente en él, sufre un extravío?

–Completamente de acuerdo –se sumó la profesora–. Ya los sofistas parcelaban los momentos en ínfimos momentos, infinitamente. Eneas y la tortuga…

El profesor asentía, neutro, al aporte de la profesora.

–Según usted –prosiguió, y su voz sonaba dolorida–, Castilla vagaría por un limbo de espacio suelto, desprendido entre cercanía y distancia, abandonado fuera del tiempo o bien arrebatado con todo el tiempo que le corresponde. ¡Hum!… –lo sopesó; rascadura de baba; concluyó–: Muy interesante.

Quien debía encontrar ese «limbo de espacio», es decir yo, se mantuvo callado como un muerto. Y a este muerto ahora lo miraba fijamente el profesor, con unas evidentes ganas de interrogarlo.

–Le relaté a usted –al fin se decidió– la historia de esa foto, aquel momento tan especial, por único y por extraño, en el que sufrí un súbito trastorno, o trampa de los sentidos, nunca lo sabré, que me obligó, el verbo es aproximativo, a disparar mi cámara.

–Lo recuerdo –afirmé.

–Pues visto con objetividad, todo parece absurdo; pero ocurrió –se justificaba el profesor–. De igual modo, por lo que se describe en esos folios, un proceso similar embargó a Castilla. Usted los ha leído, ayer escuchó mi relato.

–Así es –dije.

–¿Y no ve el nexo entre exposición fotográfica y contemplación de la fotografía; su discurso entre dos sujetos: yo primero y al final Castilla? ¿No se completa el trayecto de algo? –habría afirmado que el profesor se venía impresionando conforme reflexionaba–. ¿Y se podría explicar el fenómeno como minúscula duda, trastorno ínfimo, aleatorio, fugaz, en los ciclos naturales del cielo, casualmente acaecido sobre nosotros dos? –¿me preguntaba o se interrogaba el profesor? El caso es que hablaba y de nuevo se rascaba la barba, síntoma nervioso.

–¿A qué se refieren, de qué hablan? Por favor… –se interesó doña Elvira.

HG MANUEL

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