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HG Manuel | La fotografía (XLVI)


El profesor trató de explicarle, en detalle, nuestra conversación telefónica. Ella mostraba interés y escuchó con atención, un destello de sorpresa en la mirada.

Inspirada, por inducción caprichosa, creo, se apresuró a explicar ese algo la profesora.

–Sugiere, creo entender, que un acontecimiento sufrido por usted es recogido y plasmado en una fotografía, y cuando la remite, el acontecimiento se resuelve en el destinatario: Castilla, forman el yo y el otro de una transitoria personalidad. Que tiene una conclusión o desenlace: des-síntesis de alma y cuerpo, a lo Kierkegaard, de Castilla –esto lo musitó el asombro, tapándose con una mano la boca.

Al profesor lo impresionó el razonamiento, trágico a todas luces, de doña Elvira; y creo que también a mí, pero por lo confuso del argumento.

–¡La angustia! –exclamó el profesor.

–En el relato de Castilla –completó la profesora–. Angustia provocada por el trámite de algo extraño…

–El atroz hundimiento en lo desconocido –continuó el profesor.

–Nunca por el peso del pecado ni por el sentido de lo humano –completó la profesora–. Sí, es verdad, hablamos de otra cosa. Algo en esa fotografía lo inquietaba, así me lo dijo. Y esa inquietud, no cabe duda, era angustiosa.

–Un padecer ante lo inminente: un suceso eventual, estoy de acuerdo. «Angustia», me rondaba pero no conseguía dar con la palabra…

–La empleó con lo de Munch –interrumpí, solo por meter baza.

–¡Ah!, cierto, lo había olvidado. Pues, decía… Creo entender, por la lectura del texto, que Castilla iba a renunciar a mi propuesta; desconozco si tendrá alguna importancia, pero la fotografía de la barcaza lo impulsó o lo animó a aceptarla, y por este motivo se convirtió en protagonista, decisiva entre las otras.

–Coincido con usted –remachó la profesora.

–Por cierto, ¿existen de verdad las zapatillas? –recordó de repente el profesor, muy interesado en mi respuesta.

–¡Ah, sí!, viene muy a cuento la pregunta. –secundó la profesora.

–Están ahí, debajo de la mesa, junto a la pared –le indiqué el lugar donde mi puntapié las había enviado. Y no las vio la profesora: no le daba la largura de piernas, ni las vio el profesor: cruzaba los tobillos con los pies retraídos.

Ambos se agacharon; compartieron sorpresa, que suscitó un nuevo diálogo, repetidos argumentos hilvanados con distintas palabras, como «difracción», o relaciones, como «patrón bidimensional», o frases, como «quedar encerrado en una gota de tiempo» en el que me mantuve de oyente más bien ausente, distraído con el jaleo de mis preocupaciones, alguna, por contraste con lo que escuchaba, me inspiraba pensamientos como: «El tempo es lo que te dice cómo están las cosas».

No hubo más; al menos, algo que recuerde y entendiera o sea digno de mención. Salvo que el profesor Segura y doña Elvira se enfrascaron en acordar el destino del cuaderno de Castilla. No intervine, quién era yo; además, su decisión siempre me parecería justa y adecuada.

Cuando abandonamos el domicilio, compartíamos un sentimiento de desesperanza, muy cercano o parecido –por otro lado, insensato– a la nostalgia. Hubo saludos, agradecimientos varios y nos dispersamos: una en taxi, otro en su coche y yo a pie calle adelante (llevaba mucho humo en la cabeza y quería despejarlo).

«Dicho pretenciosamente, tengo otra explicación. Castilla se ha quitado de en medio, lo ha dispuesto todo y se ha borrado, se largó a Antananarivo, razón por la que no aparece su pasaporte nuevo –disquisición personal aportada al diálogo, que atrajo el interés de la profesora–. ¿Pero qué necesidad tenía de organizarlo así? Una insensatez, sin duda; aunque, quién sabe lo que se cuece en la cabeza de cada uno. Además, está por medio la dichosa, fantasmagórica foto…» repensaba, le daba vueltas a estas y a otras agudezas, y casi me atropella una jovencita montada en un zumbante patinete que se me cruzó por la acera.

Era importante (si no decisivo), así lo hice constar en mi informe, el contenido de la carpeta amarilla: lo escrito por Castilla, la fotografía enviada por el profesor y la otra, la que trajo personalmente y que a petición mía tuvo la amabilidad de dejar.

He aquí, tal cual, el contenido de los folios. Lo que leímos el profesor Segura, doña Elvira y yo:

Puedo comenzar con esto:

El viento golpeaba contra los cristales y me obligó a mirar…

No, no me convence.

A ver:

Estoy en una noche gris que nace de otra noche parecida al recuerdo de algo que sucede: el silencio guarda chasquidos, cosas que se quiebran o estallan cerca y lejos, Chasqueaba como si frunciera sus largos labios en sonidos leves de succión la corriente del agua contra la orilla; los líquidos chasquidos burbujeaban el sobresalto del silencio dilatando la negra anchura del río, el trémulo pipiar del alcaraván acuático dilataba su eco sobre el denso rumor, croar y ríspidos gruñidos. El viejo lanchón ronquea frente al denso verdor de las riveras, el plomo del cielo encenaga las aguas, es un ritmo percutiente, de tenedor bate sin objeto ni desmayo, a veces se cansa y cede el ritmo, luego lo recupera y sigue, monótono, con resignado desamparo al capricho de la corriente. Garzas azulosas sobre las ramas bajas que asomaban al río Arbolitos y raíces quedan atrás, el lomo de un animal se sumerge. Un olor dulce de limo podrido se acerca y se va. La selva detrás se alza quieta, su negror de hojas y cúpulas resbala contra el cielo.

Ha tiempo que, sumido en el aburrimiento, convivo con la nada.

Por fin me decido; así que, tomo papel y comienzo a justificarme:

El ocio es pradería donde rumian sin hartura el tedio, la apatía, el cansancio, el aburrimiento… y sinfín de otras bestezuelas que ocupan sin provecho. Cuando se alborota por causa inesperada, te desconcierta una cierta prisa ciega, muy semejante al ansia de huida, que tu inoperancia no sabe manejar y es así que ni le da guía ni soltura, pues acorralar ganado de tal índole resulta difícil y, por ello, desvela y cansa (he de confesar mi enfermedad: se me aprietan los días en día único). En fin, que la fotografía me ha provocado ‒contiene algo que invade‒. Mas, ni aun así creo suficiente…

Y viene a cuento la retórica porque he recibido una fotografía de mi amigo, el profesor J. Segura, experto fotógrafo y gran teórico de la imagen, a cuenta de no sé qué proyecto de libro del que hablamos en cierta ocasión. No recuerdo bien el asunto, el tiempo insiste en desteñir cuanto toca y a éste muy manoseado lo tiene, si bien todavía conservo una borrosa idea; en ella letra e imagen indagan unidas a la búsqueda de un esquivo significado. Lo cierto es que mi buen amigo es sin duda responsable de que yo sostenga esta fotografía; insiste en superar la mala relación entre palabra y figura, con el añadido, además, de un Atila que recorre incendiando tiempo y espacio: el estrépito de la indolencia, y no sin riesgo espera mi comentario (su secreta intención es alentarme, con fe inaudita, a finar lo acordado).

Bien, me contradigo; aparto el papel con su carga de garabatos y vuelvo a la foto: motor del pensamiento, esta captura, su atmósfera, ha de suscitar el movimiento de la letra hacia otra realidad, híbrida y, por tanto, inventada. A ello me obligo, insisto, por el criterio que implícitamente me reconoce y porque su amabilidad, la de mi amigo, obliga.

HG MANUEL

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