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Antonio López Hidalgo | El tiempo y los sueños (XXVII)

Este hombre se pone en pie y da unos pasos al frente. Tiene a la mujer solo a unos centímetros de distancia. La mira sin pestañear. La mujer mantiene la mirada. No quiere mirar a otro lado. El cielo se oscurece y descarga una lluvia abundante.


Afuera el olor a tierra mojada impregna el ambiente y deja un aire limpio y una luz transparente que rompe el cielo negro en trozos también rojos y azules. El hombre no dice nada, no quiere decir nada. A veces, piensa, sobran todas las palabras.

Curiosamente, la mujer piensa algo parecido, pero le gustaría que este hombre le dijera algo al oído. No lo hace. La abraza desde los hombros y la atrae hacia él. Ella se deja llevar.

Tan cerca de este hombre, huele un perfume que ya le es familiar. Ella no mueve las manos, deja caer su rostro sobre su pecho oliendo y buscando sensaciones que no le son ajenas ni extrañas, esas mismas sensaciones que anduvo buscando durante tantos años antes de que conociera a este hombre que no duda en desnudarla sin prisas, midiendo cada movimiento, cada gesto.

Ella siente una respiración controlada, medida a su voluntad. Siente sus dedos que buscan en su blusa botones y ojales que desanudar. Cuando el hombre tira la blusa al suelo, ella busca una desnudez que no encuentra. Deja caer también un sujetador color violeta que a él le gusta.

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Intenta desabrocharse los vaqueros, pero él se lo impide. Prefiere hacerlo a su modo. Ella se deja hacer. Él le baja los vaqueros con parsimonia y después la desprovee de unas braguitas que antes nunca vio, y cuando ya no tiene más prendas que cubran su cuerpo la hace sentar en la cama.

Ella se tiende con los brazos abiertos, apoya la cabeza en la almohada y abre las piernas. El hombre observa el cuerpo que desea y que no sabría describir con precisión si esa fuera ahora su intención.

Durante unos minutos la mira sin decir nada. Él es feliz pensando qué pensará ella, si está a su lado porque él le proporciona los gramos de placer que ella ansía o sencillamente se ofrece irrespetuosa y entera porque es el modo más eficaz de agradecer su compañía o también la recompensa gratuita por romper una soledad que ya le venía ancha a su vida dilapidada.

Ahora este hombre, que durante tantos años anduvo de fonda en fonda, escudriñando mapas inaccesibles, inventando islas desiertas que habitar, evitando grutas a las que el hombre jamás se asomó, opta por quedarse quieto delante de una mujer que encuentra distinta a todas, que sabe que nunca le defraudará en un mundo en el que el trueque y la intoxicación son corriente moneda de cambio.

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Este hombre, que conoce los mercados y los casinos, los juegos de azar y a los prestamistas, las deudas infructuosas y las inmerecidas plusvalías con que lo oprimieron en otro tiempo de especulaciones, ha dado la espalda a ese mundo que se agota a sus pies y que ya no le interesa, cuyos beneficios toscos rechaza por fáciles o vulgares.

Mira a esta mujer desnuda sin saber exactamente qué hacer, sin tenderse a su lado y adormecerla con caricias sinuosas o volcarse sobre ella como un huracán que arrasa y devora la naturaleza que se tropieza a su paso. Posiblemente esta mujer, se dice, necesita ambas medicinas, porque la vida le ha enseñado que el deseo descontrolado y la caricia más sutil se complementan sin excluirse.

La mujer se siente observada por este hombre al que ama sobre todos los hombres de la tierra, se siente deseada, y no le importa insinuarse toda desnuda. Ahora entiende que ese cuerpo que Dios le ha dado está fabricado para hacer perder la razón a un hombre que la desea como ninguno hasta ahora lo ha hecho.

No se siente sucia ni pecadora. Al contrario, nunca como ahora ha querido ser una puta decente, la puta de un solo hombre, de este hombre al que ama con un sentimiento único y diferente, para el que quiere volcar toda esta ternura que hasta ahora no era consciente que podía manejar con tanta profesionalidad.

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Allí tendida ha aprendido en un solo instante que este hombre ya no vagará extraviado por el mundo, porque ella es consciente de sus armas de seducción, de sus posibilidades de entrega, de su lealtad inquebrantable a un hombre al que cree habilidoso en las artes amatorias y en las trifulcas mundanas, pero al que también está dispuesto a sorprender a su manera y definitivamente.

Sabe que ahora este hombre está condenado a compensar con intereses aquellos momentos que aún no ha vivido y que le iluminarán la mirada de una serenidad que siempre quiso alimentar en otras habitaciones prestadas para un momento fugaz. Ella ahora espera a que el hombre se desvista y se recueste a su lado, porque sabe también que después, cuando amanezca, ni él ni ella, querrán estar ya en ninguna otra parte.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 6 de mayo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

HELADERÍA DE MONTALBÁN


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